Así se «perreaba» en el Siglo de Oro

por Álvaro Torrente

 

De todos los males que asolaban a la monarquía hispánica alrededor de 1600, el peor era la capacidad que mostraban sus súbditos para la alegría y el desenfreno, para inventar y practicar un sinfín de bailes alegres y lascivos.

 

Las décadas de 1580 a 1620 fueron testigos de un florecimiento inusitado de bailes cantados, primero escondidos en tabernas y barrios marginales, más tarde creciendo en popularidad hasta llegar a palacios, iglesias y conventos. A diferencia de las danzas, que usaban de “movimientos mas mesurados y graves, y en donde no se usa de los brazos, sino de los pies solos; los bailes admiten gestos mas libres de los brazos y de los pies juntamente”, escribió González de Salas en Nueva idea de la tragedia antigua, (1633, vol. I, p. 171).

La magnitud del peligro se ilustra con los graves castigos que llevaba aparejada la práctica de estos bailes: en 1583 los alcaldes de Madrid prohibieron la zarabanda bajo pena de doscientos azotes y seis años de galeras.

Prohibición de la zarabanda por la Sala de Alcaldes de Madrid, 3 de agosto de 1583. Archivo Histórico Nacional, Sala de Alcaldes; Consejos, lib. I, f. 146

 

Censuras de los moralistas

No parece que tuvieran mucho éxito ya que, pocos años después, el erudito Juan de Mariana escribió un extenso ensayo contra la zarabanda, censurando que “ha salido estos años un baile y cantar tan lascivo en las palabras, tan feo con los meneos, que basta para pegar fuego aún a las personas muy honestas” (Tratado contra los juegos púbicos, ca. 1590. f. 55). Continúa Mariana criticando que en España “se representan, no sólo en secreto, sino en público, con extrema deshonestidad, con meneos y palabras a propósito, los actos más torpes y sucios que pasan y se hacen en los burdeles, representando abrazos y besos y todo lo demás con boca y brazos, lomos y con todo el cuerpo”.

Por las mismas fechas, el canónigo de la Catedral de Toledo Pedro Sánchez califica de auténtica locura esta pasión, preguntándose:

¿Qué cordura puede haber en la mujer que, en estos diabólicos ejercicios, sale de la composición y mesura que debe a su honestidad, descubriendo con estos saltos los pechos y los pies, y aquellas cosas que la naturaleza o el arte ordenó que anduviesen cubiertas? ¿Qué diré del halconear con los ojos, del revolver las cervices y andar coleando los cabellos y dar vueltas a la redonda y hacer visajes, como acaece en la zarabanda y otras danzas, sino que todos estos son testimonios de locura y no están en su seso los danzantes?

(Historia moral y filosófica, 1590, f. 102)

Las censuras se siguieron sucediendo en las décadas siguientes, lo que confirma que las prohibiciones no fueron demasiado efectivas. En 1598, el poeta Lupercio Leonardo de Argensola llega a denunciar, en un memorial dirigido al rey Felipe II, que “veíamos a las niñas de cuatro años en los tablados bailando la zarabanda deshonestamente” (incluido en Francisco Quiroga, Primera parte de las excelencias de la virtud de la castidad, p. 851).

Juan de Mariana. ‘Del baile y cantar llamado zarabanda’, Tratado contra los juegos públicos (ca. 1590) Biblioteca Nacional de España, Mss. 5735

A partir de finales de siglo se fueron sumando otros bailes no menos lascivos, como critica en 1627 el teólogo de la Orden de los Mínimos Lucas Montoya:

Lo que se debe mucho reprender son estos bailes y cantares que el demonio ha inventado, y va aumentando en España de cuarenta año a esta parte, desde que por los de mil y quinientos y ochenta, poco más o menos, inventó la zarabanda, tras ella la chacona, luego las seguidillas, ahora el escarramán y el rastro, y cantares y bailes indignos de los que profesamos la religión cristiana, y nos preciamos de hijos católicos de la Santa Iglesia Romana.

(Lucas Montoya, Sentido metafórico literal de todos los lugares de la Sagrada Escritura, 1627, f. 183v).

Según narra Cervantes en una de sus Novelas ejemplares, “el endemoniado son de la zarabanda” cantado a la guitarra es la llave mágica que utiliza el galán Loaysa para abrir las puertas de la fortaleza de El celoso extremeño y seducir a su joven esposa Leonora (Novelas ejemplares, 1613, f. 146v).

No obstante, no parece que fuera precisamente la música la causa de tantos estragos. Más bien al contrario, eran los textos poéticos y la gestualidad los que producían mayor rechazo de los moralistas. Las críticas confirman que los bailarines realizaban gestos obscenos, probablemente representando distintas formas de acto sexual, llegando a mostrar los propios atributos de los danzantes “que la naturaleza o el arte ordenó que anduviesen cubiertas”.

Todo indica que el perreo existe desde mucho tiempo antes de lo que se pensaba.

Poemas licenciosos

Una de las principales consecuencias de tamaña persecución ha sido que pocos textos poéticos han llegado a nosotros, en su mayoría conservados fuera de España. Algunos ayudan a entender las reservas de los moralistas, ya que describen de manera bastante explicita distintos aspectos del juego amoroso.

Por ejemplo, en Italia y Francia se conservan varias copias de un poema que, a partir del estribillo “¿Cómo te pones, amores? / ¡Ay, vida!, ¿cómo te pones?”, va explicando las distintas posturas que adopta una mujer para solazarse con su enamorado, entre ellas la postura de la rana o la de la jineta:

Póngome como rana

nel cantico de la cama

y cuando me viene la gana

lo hago con mis amores.

Póngome a la jineta

encima de su bragueta

y dígole: ¡meta, meta

el zumo de sus piñones!

No resulta difícil imaginar los gestos que podrían adoptar dos bailarines mientras cantaban esta zarabanda, tanto o más explícitos que los que hacen los modernos bailantes de reguetón.

Letra de la zarabanda ‘¿Cómo te pones, amores?’ con indicaciones armónicas. Verona, Biblioteca Civica, Ms. 1434, Classe Arti, Ubicazione 82.3

Todavía más directa es la zarabanda titulada Una batalla de amor, conservada en un manuscrito romano dedicado al príncipe Peretti, sobrino del papa Sixto V, cuyo papado se caracterizo por una persecución a ultranza de todo tipo de inmoralidades, especialmente de carácter sexual.

 

Este poema describe con un lenguaje ligeramente metafórico el encuentro carnal entre un galán y una dama, dos “valientes guerreros” que “salieron en cueros” armados con “un broquel” y “un puñal sin punta”. Las sucesivas estrofas van desgranando el acto amoroso, sin omitir detalle, hasta que alcanzan juntos el orgasmo y la relajación posterior.

El puñal de aquel encuentro

se lo metió hasta el centro

y ella, que lo sintió dentro

con herida tan süave,

dice «¡Ay, cómo me sabe un poquito

antes que acabe!».

Y mirando su herida,

la mano al puñal asida dice

«¡Ay de mí!, dolorida, ¿cómo entraste aquí y por dónde?».

¿Ay, adónde, a dónde?

Por en casa del conde. […]

Ella, que se ve morir,

le comenzó a decir:

-Ya viene, ¿quieres venir?

Ven, mi vida, que te espero.

Madre, que me muero,

llámenme al barbero.

Que me muero, madre,

llamen la comadre. […]

Al fin se vieron a un punto,

ella muerta y él difunto,

y echaron el resto juntos

por no perder coyuntura.

Para su ventura,

zarabanda y dura.

Zarabandas religiosas

Paradójicamente, también se compusieron zarabandas “a lo divino”, esto es, canciones religiosas basadas en la melodía del baile y acompañadas por algún remedo de la gestualidad original. El poema más antiguo que se conserva es un villancico navideño basada en el tono de la zarabanda, escrita en México en 1569 por un tal Pedro del Trejo, que fue perseguido por la Inquisición, no por usar una melodía que entonces todavía no estaba prohibida, sino porque el poema contenía algunos conceptos teológicos considerados heréticos.

Pero uno de los ejemplos más sorprendentes son las Coplas en alabanza de Nuestra Señora de la Cabeza contrahechas a la zarabanda vuelto de lo humano a lo divino, un poema dedicado a esta devoción mariana de Andújar, impresa en 1594 en un pliego de cordel, probablemente para ser vendido por los ciegos durante la romería de la Virgen, que Cervantes evoca en su Persiles.

Transformar un poema y cantar erótico en otro devocional exigía una cierta dosis de flexibilidad mental que era más común en el Siglo de Oro que en nuestros días. Un ejemplo muy ilustrativo es la mutación del estribillo “¿Cómo te pones, amores?”, en “Mi Dios, ¿y cómo te pones / a morir por los pecadores?”.

Difusión por Europa

A pesar de estos intentos de “normalización” de un baile prohibido, parece que la persecución triunfo frente al solaz popular y la zarabanda fue erradicada de la monarquía hispana. Eso no pudo evitar su progresiva difusión por el resto de Europa hasta acabar por convertirse en una de las principales danzas cortesanas en la bailarina Francia y un elemento indispensable de la suite barroca.

El erotismo pudo haber sido una de las causas de su éxito, como ilustra la anécdota de un enamorado Cardenal Richelieu que, en su afán por cortejar a la reina Ana de Austria, llegó a bailar la zarabanda en privado para ella, vestido de terciopelo verde, con cascabeles de plata en los tobillos y tocando las castañuelas, como narra en sus memorias el conde de Brienne, que fue su Secretario de Estado.

Censuras y prohibiciones tuvieron otro daño colateral, ya que no se ha conservado ningún rastro de la primitiva zarabanda en partitura y muy pocas trazas de otros bailes contemporáneos.

Lo único que tenemos, además de un puñado de poemas, son los acordes de la guitarra y algunos esquemas rítmicos de rasgueado. Combinando las distintas piezas en un proceso de restauración musical ha sido posible reconstruir muchas melodías perdidas. Algo parecido a lo que hicieron en Jurassic Park con los dinosaurios, pero en este caso el único peligro sería volver a arrastrar a los españoles a la alegría y el desenfreno, algo que no nos vendría mal en estos tiempos.


Las reconstrucciones musicales de la zarabanda y otros bailes cantados del Siglo de Oro realizadas por el autor de este artículo han sido posibles gracias a una Beca Leonardo 2015 de la Fundación BBVA, y se pueden escuchar en el disco ‘El baile perdido’, interpretado por Raquel Andueza y La Galanía y publicado por el sello Anima e Corpo.


Álvaro Torrente. Profesor titular de Historia de la Música en la Universidad Complutense de Madrid y Director del Instituto Complutense de Ciencias Musicales. Licenciado en Musicología por la Universidad de Salamanca (1993) y doctor por la Universidad de Cambridge (1997), estudió Piano, Armonía y Teoría de la Música en conservatorios de Salamanca y Madrid, y Contrapunto y Composición con Pedro Sáenz.

 

Artículo publicado por cortesía editorial de

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