Bécquer, el joven poeta

 

No, no hablo del romántico sevillano tardío, ni de sus Rimas hermosas.

A este chico, lo llamamos “Bécquer” porque se llamaba Gustavo Adolfo

y escribía poesía, y era absolutamente nefelibata. Todo en él eran celestes

nubes, y el pelo lacio, largo y liso, y unas manos muy blancas, de ahusados

dedos y delicadeza extraordinaria. No sé si escribía poemas o los

improvisaba por la noche, en mesas perdidas. No sé (como dijo una chica)

si también hacía poesía con el cuerpo. Sé que era muy bello, y que esa

beldad, de la que no parecía darse cuenta, fascinaba a cualquier sexo, sólo

con verlo aparecer, con los rojos pantalones muy ceñidos, como dando

saltitos ágiles, cual si llevara unas invisibles alitas en los tobillos… Si

sonreía, los mármoles se cuarteaban y todos querían ofrecerle quién sabe

qué aventura, que solía aceptar, contigo, conmigo, con quien lo llevara

venturoso al alba… ¿Cómo decir lo que Bécquer y sus manos y su cuerpo

blanco habían sido, fugazmente, en tu vida? Era la magia de la belleza

física sutil, del encanto del aura, y de las palabras dichas en la noche, que

tienen y no tienen sentido… Cierto amanecer, rumbo no sé adónde, le dije

qué harás mañana, mi querido. Me tomó de los hombros, me besó y por

vez primera y última vi sus lágrimas tenues: Mañana, oh amiguito mío,

mañana yo desearía estar muerto. No fue al día siguiente, no, pero pocos

meses después el alado y bello, el mágico Bécquer, desapareció de

nuestras vidas por entero. Muchos recordamos versos y besos suyos

sueltos, pero creo que nadie tuvo una fotografía. Después alguien supo,

ignoro cómo, que Bécquer, el querido Bécquer, apareció muerto en una

humilde mansarda de Ginebra. Medicamentos y rotos papeles eran su

custodia. Fuiste tú quien dijiste (lo recuerdo) si Bécquer se ha ido, se

llevó nuestra juventud con él. Y era muy cierto. Supimos todos que nunca

más volveríamos a ser jóvenes, porque la juventud es un regalo efímero,

raro y extremadamente transitorio. La juventud es aquel Bécquer, sólo

el momento mismo, momento de lirios y golondrinas, desvaneciéndose.

(Marlene Dietrich, la fabulosa, murió con noventa años en un barrio rico

de París, pero en un apartamento pequeño, que nada tenía o casi nada.

Era casi pobre, la había abandonado todo, tal el glamur, menos el

alcohol y los benditos somníferos. Marlene ya no era Marlene, ni Lilí…

No quieras tan funesto destino, mi amigo. Recuerda a Bécquer, toma el

beso y el largo cuerpo de Gustavo Adolfo, hermoso: Ese, ese es el camino.)

Acerca de La Mar de Onuba 5519 Artículos
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