Camino del precipicio

por Eduardo Flores

 

Nos aproximamos al precipicio. Una vez más. Camino del botón que reseteará el calendario recibiremos la visita de los tres fantasmas. Ocurre cada año. En el balance e, irremediablemente, surgirán palabras terroríficas. Ha sido el año más duro para demasiados. Y cómo no recordar los versos de Alfonsina Storni: “No quiero que se mueran en la miseria/ los muchos viejecitos de mirar bueno/ que de la tierra abrieron la madre entraña/ o tendieron los rieles de alguna vía…”

Después de tantos meses el bicho sigue ahí fuera. Lleva en sus fauces el veneno de la desesperanza, la incertidumbre y el temor. Nos gobierna, por encima de los trajes y los hemiciclos y, por supuesto, de la frivolidad que es hacer política partidista cuando la gente se nos enferma a chorros. Cuando la gente se nos muere intubada.

Hemos aprendido, una vez más, que no sabemos aprender. Que no podemos. Nos ha sido del todo imposible parar el mundo para no morirnos. Debíamos vender coches y casas y muchas otras cosas más para que el pequeño comercio pudiera vender su género  y pudiésemos visitar nuestras playas de verano y así, a modo de colofón, celebrar nuestra Navidad. Todo ello para que, al menos, el virus verraco que nos acecha, nos coja con la tripa llena y suelto en los bolsillos. Qué menos. La naturaleza se ha impuesto a cuanto creíamos necesario y no lo era (pasamos de largo la lección). Tampoco podíamos hacer otra cosa. Los mimbres eran los que eran.

Dos mil veinte nos ha vitrificado, esa es la única realidad. Y aunque podía haber sido peor, con la derecha en el ejecutivo (se me ocurre, visto lo visto), nos hemos ganado el derecho a caminar cabizbajos hacia el precipicio. El año que dejamos a retaguardia no se lleva el reto de superar una pandemia. La tercera ola, ese nuevo volumen de death metal, se escenifica en la nueva mutación recién aparecida en Londres, en la irresponsabilidad que es la celebración de un concierto con unos cinco mil espectadores. Lo que viene siendo una exaltación de la muerte más indigna, por estúpida y por irresponsable. Nada que ver, por ejemplo, con que se dé, para quienes la vida es un círculo del infierno de Dante, digno salvoconducto hacia el paraíso.

El individuo que somos en nuestra sociedad está más perdido que nunca. Las farmacéuticas han hecho su agosto con los ansiolíticos, el alcohol reseca nuestras arterias y nuestras gargantas están más negras que nunca por humo de tabaco. Mr. Wonderful ya tiene habitación propia en La Venta del Nabo. Cómo te las componío, cómo te las componío, pa quitarte los calzones, con los zapatos poníos. Vivir despacio nunca fue una opción.

Lo que he venido a decir aquí es que ha sido un año de mierda. Por qué no decirlo. Que tampoco depende tanto de nosotros que al otro lado del precipicio vaya a ser, en principio, mucho mejor. Aceptarlo con serenidad, no necesariamente con una sonrisa, se me antoja el único paracaídas para el salto. Brindar, a fin y al cabo, por cuanto material sensible no se le ha arrebatado a uno y a sus seres más queridos.

Lo que he venido a decir aquí: pasen una feliz Navidad, háganlo con prudencia. Y qué coño, que se muera la muerte. Lleven salud.


Eduardo Flores, colaborador de La Mar de Onuba, nació en la batalla de Troya. Es sindicalista y escritor. En su haber cuentan los títulos Una ciudad en la que nunca llueve (Ediciones Mayi, 2013), Villa en Fort-Liberté (Editorial DALYA, 2017) y Lejos y nunca (Editorial DALYA, 2018).

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