Cuando el llamamiento a la solidaridad enmascara un avance del ‘trabajo gratuito’

Las costureras de la empresa belga Textilia, que suelen trabajar en el sector de la alta costura, ofrecieron durante varias semanas, en marzo y abril de 2020, su tiempo de trabajo, sus herramientas y sus conocimientos, para confeccionar, de forma gratuita, mascarillas y ropa para el personal del hospital Erasmo de Bruselas. (Pablo Garrigós Cucarella)
Por Elsa Sabado

 

El 16 de marzo de 2020, cuando Francia se preparaba para confinar a su población, el ministerio de Educación Nacional escribía solemnemente en su web: “El carácter excepcional de la crisis sanitaria por la que atraviesa nuestro país exige un compromiso excepcional de todos y cada uno de nosotros”. Pocos días después, el 1 de abril, 250.000 franceses se habían inscrito en la “reserva cívica” creada para la ocasión. Las respuestas a este llamamiento a la “buena voluntad” ciudadana no emanaban de la filosofía de la “sociedad del compromiso”, elogiada en sus discursos por el jefe de Estado y de Gobierno francés, sino del sentimiento de urgencia suscitado por la pandemia.

“Fui la primera en recurrir a todo aquel que conocía”, reconoce Yasmina Kettal, enfermera del hospital Delafontaine de Saint-Denis y miembro del sindicato Sud. “Aceptamos todo lo que nos ofrecieron. Los estudiantes vinieron a ayudarnos, hubo asociaciones que nos traían qué ponernos, como mascarillas y viseras confeccionadas por asociaciones de vecinos… Teníamos mucho miedo a no poder amortiguar el golpe”, recuerda la enfermera.

Cuando Christie Bellay, diseñadora de vestuario cinematográfico, en paro técnico debido a la pandemia, se enteró de que el hospital de Grenoble estaba pidiendo a su personal que confeccionara sus propias mascarillas, el corazón le dio un vuelco: “Me resultaba inconcebible que pidieran al personal sanitario, que ya estaba salvando vidas durante todo el día, que confeccionaran su propios equipos de protección cuando volvían a casa de trabajar. Así que me puse a coser y a entregar las mascarillas a los sanitarios del hospital Tenon, cerca de mi casa”, relata la costurera.

Sin embargo, este impulso de solidaridad general oculta una paradoja, que podemos percibir mejor desde una cierta distancia: la conmoción que supuso la pandemia dio pie a considerar aceptable la idea de trabajar sin remuneración, a cambio de nuestro tiempo o habilidades profesionales, y a valorizar la gratuidad de ciertas formas de trabajo, en nombre de la solidaridad, de la generosidad y de nuestros deberes cívicos.

Lo cierto es que este trabajo ‘gratuito’, invocado a favor del estado de excepción, está lejos de ser excepcional. En el artículo Travail gratuit et guerre des valeurs (Trabajo gratuito y guerra de valores), publicado el 5 de junio en la web La Vie des idées, la socióloga francesa Maud Simonet escribe:

“Los ‘torrentes de buena voluntad’ que emergen durante las crisis, alimentan en realidad ríos extensos que ya fluían antes y que es poco probable que se sequen después”.

La investigadora destaca lo recurrente que ha sido a lo largo del siglo XX que los Estados procedan a “valorizar” los trabajos gratuitos, sobre todo en los Estados Unidos, donde se utiliza el término “call to service”. Esta llamada al servicio cívico no sólo se da “en tiempos de crisis aguda, en los que sólo resulta más visible, más multitudinario e indudablemente más escenificado”, escribe. Los líderes de todos los gobiernos recurren con regularidad a voluntarios para resolver situaciones de crisis: Johnson puso en marcha su programa Volunteers service to America, para luchar contra la pobreza; Clinton creó el Americorps, para la educación y el medio ambiente; G.W. Bush promovió sus patrullas vecinales, en nombre de la “guerra contra el terrorismo”, mientras que Obama lanzó el programa United we serve, centrado en la salud y la educación.

Maud Simonet explica que el llamamiento a los ciudadanos estadounidenses para trabajar como voluntarios se lanzó inicialmente para realizar las labores de mantenimiento, entre otras cosas, de los parques de la ciudad de Nueva York, en un momento de quiebra de las arcas municipales, en 1976. Pero este uso de voluntarios no cesó una vez superado el bache, mientras que el número de funcionarios municipales se redujo de 7.000 —la víspera de la crisis— a 2.000 a finales de los noventa.

Una política francesa que fomenta el trabajo ‘gratuito’

Lejos de ser algo exclusivamente anglosajón, en Francia también encontramos estos programas basados en el voluntariado. “Este recurso a la participación de los ciudadanos y las ciudadanas en los servicios públicos también se ha desarrollado e institucionalizado ampliamente en Francia en los últimos años, a través del apoyo político al voluntariado, la creación y la financiación de un servicio cívico, y su reciente despliegue en los servicios públicos, o el establecimiento de una reserva cívica [para la lucha contra la covid-19]”, añade la investigadora.

Desde hace unos treinta años, se observa en Francia una caída del número de contratos indefinidos —la forma de empleo más protectora— y, en paralelo, un aumento del número de contratos denominados “atípicos”, como los contratos de duración determinada o el contrato de trabajo temporal, además de una multitud de regímenes, subvencionados y derogatorios del derecho común, como los contratos subsidiados (que han adoptado diversas formas y denominaciones a lo largo del tiempo), los empleos para jóvenes en riesgo de exclusión (“emplois francs”), los dispositivos no asalariados del servicio cívico o el Servicio Nacional Universal, donde los jóvenes realizan “tareas de interés general”.

Estos empleos, menos costosos para los empleadores, tenían como objetivo en un principio beneficiar a las asociaciones y organizaciones sin ánimo de lucro, que desde los años ochenta padecen dificultades para encontrar recursos. Sin embargo, se han ido extendiendo gradualmente a otros sectores, y sobre todo entre las entidades territoriales y los servicios públicos.

En 2016, Vincent Peillon, ministro de Educación, contó con la movilización de 30.000 voluntarios que cumplían el servicio cívico para poner en práctica su reforma de “las horas de actividades extraescolares” (TAP, según sus siglas en francés), dirigidas a los estudiantes fuera del horario escolar y organizadas por los municipios. Desde hace varios años, en los organismos del Servicio Público de Empleo (Pôle Emploi), los jóvenes que realizan el servicio cívico ayudan a los usuarios a manejar los terminales electrónicos. Estos jóvenes ayudan también a los alumnos a hacer sus deberes o acompañan a la escuela a los estudiantes con discapacidades. En los centros de salud del principal centro hospitalario de París, la AP-HP, los “chalecos azules”, también en el desempeño de su servicio cívico, orientan a los usuarios por el hospital. Todas estas tareas las realizaba antes personal asalariado clásico.

Por lo tanto, no es de sorprender que este aumento exponencial de las tareas de servicio cívico —llevadas a cabo por personas con menos de 25 años, sin competencias previas, a las que pagan 538 euros al mes— sea inversamente proporcional a las reducciones de personal, a la no reposición de las plazas vacantes o a la congelación de la contratación en el sector público. Todo ello acaba fragilizando las organizaciones que las utilizan.

A corto plazo, el voluntariado ha permitido “aguantar” la acometida de la primera fase de la crisis sanitaria, pero seguir recurriendo a él en el futuro, dada la creciente fragilidad de los servicios públicos, sólo conseguirá agravar la crisis que acarree una segunda ola, sea esta sanitaria o económica. “Es cierto que la ‘gratuitización’ del trabajo no es el único elemento de las políticas de austeridad y de ‘desgüace’, aplicadas desde hace décadas en los servicios públicos, pero constituye sin duda uno de los pilares que resulta más difícil poner en tela de juicio, ya que se aplican apelando a valores considerados moralmente positivos”, explica Maud Simonet en su texto.

¿Tareas que ganan o pierden valor?

La segunda justificación para recurrir al trabajo ‘gratuito’, aparte de la emergencia, es la del compromiso. En nombre de la solidaridad y el altruismo se niega la condición de trabajo a estas tareas, quitándoles el valor, incluso monetario, que ello les confiere. Esta negación procede de las instituciones que apelan a la movilización, pero también, a veces, de los propios activistas. Una voluntaria de Saint-Denis, que distribuyó comidas a sus vecinos durante la crisis, rechazó la idea de que su gesto de solidaridad pudiera mercantilizarse. En su opinión, de ser remunerado, su gesto habría perdido todo el valor que ella le otorgaba.

¿No es la gratuidad del propio gesto lo que lo convierte en un acto militante? Sandrine Nicourd, socióloga especializada en el compromiso asociativo, del Instituto de Ciencias Políticas de Saint-Germain-en-Laye, matiza: “No podemos meter en el mismo saco a un jubilado, que dispone de unos ingresos para vivir o a una persona que trabaja y participa en una asociación, fuera de su horario de trabajo, que a un joven que no encuentra trabajo ni tiene derecho a ayudas sociales y que va a trabajar para una asociación para conseguir los 500 euros que le permiten sobrevivir”. Esta distinción entre dos tipos de voluntariado hunde sus raíces en la historia de los movimientos asociativos.

“Los movimientos juveniles o de educación popular funcionaban gracias al voluntariado. Los voluntarios no recibían retribución económica, pero sí una compensación en forma de capacitación, [transferencia de] conocimientos, habilidades y red social. Así formaron a miles de jóvenes políticamente [en el sentido de compromiso ciudadano]”.

La profesionalización de las asociaciones y su dependencia de las subvenciones públicas ha ido transformando gradualmente el sentido de este compromiso. “Los términos del contrato de colaboración han cambiado. Hoy, hay asociaciones que ofrecen ‘contratos de colaboración’, que imitan la relación salarial, pero sin aportar las retribuciones económicas ni la protección social. Y, muy a menudo, no se compensa en términos de seguimiento o formación. En mis investigaciones he encontrado con frecuencia a ‘servidores cívicos’ abandonados a su suerte. Nadie se ocupaba de su cometido”, añade Nicourd.

El compromiso al que obliga el gobierno, “conducente a hacer entrar al joven en el orden social ciudadano”, ya no tiene el mismo significado que el que impulsaba, en el pasado, a participar en la sociedad desde una posición crítica. “Estas nuevas formas de compromiso producen un desentendimiento que lleva al rechazo de lo político”, dice Nicourd.

Para abordar la cuestión del trabajo ‘gratuito’, Maud Simonet tuvo que aventurarse en la literatura feminista. “El primer trabajo gratuito es el trabajo doméstico. Me di cuenta de que ellas [las feministas] ya habían explorado todos los debates y preguntas planteadas por el voluntariado”. La mayoría de estos dos tipos de trabajo “fuera del horario laboral” los llevan a cabo mujeres. Cuando se niega la condición de trabajo a las labores domésticas, suele ser en nombre de los valores “maternales” de las responsabilidades y los cuidados. Y cuando se niega la consideración de trabajo al voluntariado, es en nombre de los valores del compromiso y la dedicación.

Para hacer visible todo este trabajo ‘gratuito’, las estadísticas feministas calcularon su valor en términos de tiempo y dinero, lo cual suscita varias preguntas. La primera, sobre las fronteras del trabajo doméstico: Ayudar a un hijo a dormirse, a lavarse, ¿es trabajar? Cabría preguntarse lo mismo sobre el voluntariado: subir por las escaleras la compra de una vecina anciana ¿es un trabajo? Si conferimos un valor monetario al trabajo ‘gratuito’ ¿habría necesariamente que remunerarlo al nivel de dicho valor? ¿y cómo se puede medir? ¿no significaría dejar entrar la economía de mercado en la intimidad del hogar? Ninguno de estos debates ha sido realmente resuelto por el movimiento feminista, pero dan pie a pensar, dan armas a aquellos, y sobre todo a aquellas, que han sufrido la “gratuitización” de su trabajo durante, antes y después de la crisis de la pandemia.

Resistir la “gratuitización” del trabajo

La gran visibilidad del trabajo ‘gratuito’ en los últimos meses también ha suscitado formas de resistencia. Los estudiantes de enfermería movilizados durante la pandemia terminaron alzando la voz: “Nos lanzaron discursos de coacción, de culpabilización. A veces no nos daban mascarillas con el pretexto de que éramos estudiantes y que no había suficientes para las enfermeras”, dice Vincent Optiz, miembro de la ejecutiva de FNESI, el sindicato de estudiantes de enfermería. Algunos centros hospitalarios han tratado de hacer pasar la movilización de los estudiantes por una extensión de su período de prácticas, remuneradas entre 0,8 euros y 1,4 euros por hora, dependiendo del año de estudios que cursaban. “No estamos aquí para paliar la falta de personal. Las prácticas tienen un fin pedagógico y la supervisión brilló por su ausencia”, añade el joven sindicalista. A falta de contratos adecuados, la FNESI presionó a las regiones, que financian la formación, para que al menos retribuyeran a los falsos becarios por su trabajo. Algunas regiones ofrecieron entre 500 euros y 1.500 euros. Pero los estudiantes que tenían la desgracia de ir a trabajar en una región distinta a la de su centro de formación, no han recibido dinero alguno.

La revuelta más interesante y más mediática contra estos trabajos ‘gratuitos’ fue sin duda la de las costureras, como atestigua Christie Bellay: “Al principio, cosía mascarillas pensando que era algo transitorio, hasta que el Estado tomara el control. Pero no fue así. Rápidamente, recurrir a nuestros servicios se convirtió en algo sistemático”. Christie cayó rendida el día en que recibió una caja con material para hacer 600 mascarillas, que debía tener listas la semana siguiente, sin remuneración. En sus grupos de Facebook, las costureras empezaron verbalizar su frustración. “Había mucha presión. Un alcalde fue en persona a ver a una costurera para decirle que, si no cumplía, se aseguraría de que no consiguiera más trabajo en el pueblo. Las que querían vender sus mascarillas, incluso a precio de coste, recibían insultos a través de las redes, por su falta de solidaridad”. Al igual que las feministas, estas voluntarias algo forzadas, trataron de evaluar las horas realizadas gratuitamente y calcularon un total de 2.000 horas en dos meses. Al poner en común su experiencia la describen como: explotación, trabajo ilegal, competencia desleal y se juraron no volver a repetirla.

Hemos podido ver que la crisis sanitaria ofreció a muchos Estados la oportunidad de hacer trabajar a miles de ciudadanos de forma gratuita, de buena o mala fe, y que ello ocultó peligrosamente la necesidad de paliar sus propias carencias, pasando por encima de muchas normas, como señala el profesor Matt Baillie Smith en un artículo publicado en The Conversation. Supuso, además, una oportunidad para poner el foco sobre cuáles son los límites del voluntariado en tiempos de crisis, a través de la crítica de un fenómeno normalmente invisible.

Este artículo ha sido traducido del francés.

Elsa Sabado es periodista autónoma parte del colectivo La Fourmilière. Los temas que prefiere abordar giran en torno a cuestiones sociales, de migración y género.
Artículo publicado por cortesía de 

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