De las modas y modismos: Protocolos en boca de todos y para todo

por José Luis Pedreira Massa

 

La pandemia del covid-19 ha conseguido cambiar muchas cosas, modificar muchas otras y habituarnos a un nuevo lenguaje por doquier y para cualquier cosa. Entre todo ello, cabe mencionar que ya todo el mundo pregunta por el “protocolo”, acaba produciendo un poco de indigestión tanto uso y abuso de la palabra “protocolo”, muchas veces fuera de contexto y se banaliza tanto que pierde su valor originario o directamente se vacía de contenido. El rigor académico exige un poco más de respeto hacia los contenidos y la terminología a emplear.

Protocolo etimológicamente deriva, como tantas cosas en ciencia y en medicina, del griego “protos” que quiere decir primero y de kolla: cola, engrudo. Protocolo se refería al libro en que los notarios ordenaban, pegados con cola, los documentos y registros por él autorizados. Es evidente que su significado ha ido evolucionando con el tiempo, pero persiste el sentido de registro ordenado documental de escritos con interés; a ello se le ha añadido la acepción de uniformidad en la recogida de los datos para hacerlo adecuado y aceptable a una determinada metodología de trabajo. Por todo ello lo más directo es aceptar que protocolo es un registro ordenado de actos, ni más ni menos.

Los protocolos en la práctica médica trascienden lo meramente formal, para situarse en el plano de representar un instrumento clave para evaluar la calidad asistencial de un servicio o unidad funcional. Para que sea de calidad, ese acto, debe sobrepasar las justificaciones individuales o basadas en la experiencia de tal o cual profesional, esas prácticas individualizadas, indudablemente de gran valor, deben poder dar cuenta de las razones que subyacen a esa toma de decisión en un momento dado, por lo tanto, se refieren a un acuerdo, tácito y formal, por el que un servicio asistencial llega a ese acuerdo para desarrollar unas prácticas homogéneas, sea quien fuere el profesional que presta la asistencia concreta.

No tener estas referencias prácticas en la actualidad, supone un error de cálculo, pero creer que por disponer de esa herramienta técnica ya se tiene todo hecho, es un error de cálculo mucho mayor. Un protocolo es una propuesta de trabajo que se contrasta, de forma continua, con la realidad de cada caso, de cada situación, de cada dato. Si un protocolo permanece impoluto durante un tiempo, dice poco de la utilidad práctica y real de esa herramienta. Un protocolo debe tener correcciones, supresiones o añadidos, según lo señale la práctica cotidiana.

Un Protocolo es un instrumento científico-técnico, dirigido a la calidad en la prestación asistencial, pero no es, ni puede ser leído como un instrumento de justificación de un acto o prestación realizado por un profesional en un momento dado. La utilización como instrumento defensivo para el profesional médico o sanitario no es más que un uso perverso de la herramienta científico-técnica.

La primera vez que escuché la palabra protocolo y me explicaron su concepto, fue en la Clínica Infantil La Paz a donde llegué para realizar el MIR. Allí en la década de 1970 ya se elaboraban tres tipos de protocolos de impacto: el servicio de Neonatología con los auspicios del Prof. José (Pepe) Quero; el servicio de urgencias con el Dr. Celedonio López y en la UCI pediátrica con la dirección del Prof. Francisco (Quico) Ruza. Eran documentos de obligado conocimiento para los MIR de la “Clínica Infantil”, se revisaban periódicamente y se presentaban en Congresos, donde se escuchaba aquello de “ya están aquí los de La Paz con sus cosas”.

“Sus cosas” era hablar de la asistencia real y con calidad asistencial, en equipo y más allá de los relumbrones individuales. Estas acciones de calidad eran sostenidas por el liderazgo de un gran personaje de la pediatría española: el Prof. Enrique Jaso Roldán, que había sido director del Instituto de Puericultura durante la Segunda República y luego represaliado de la dictadura, hasta que fue “perdonado” y rehabilitado, retornando a la práctica asistencial y académica desde la Clínica Infantil La Paz, donde ejerció con gran dignidad y prestigio profesional y científico, la dirección del centro con una gestión moderna y que se proyectaba hacia el futuro, como así se ha demostrado.

Posteriormente muchos servicios se fueron sumando, bien es cierto que lentamente, a esta metodología. Pero las ciencias de la salud mental se resistían, en aquellos momentos se encontraban con tres “batallas”: una era el rol de la Psiquiatría y el rol de la Psicología, interesante debate con estériles o muy pobres resultados, más allá de escenificar los desacuerdos y una pelea identitaria que marginaba, en buena medida, la complementariedad entre ambas. El segundo frente abierto se encontraba en la “definición de caso”, con la dicotomía a la hora de aceptar los sistemas de clasificación de los trastornos mentales y que, aún hoy, perdura: la serie DSM de la American Psychiatry Association (va por su quinta revisión) y la International Diseases Clasification (IDC) de la OMS/WHO (va por su 11ª revisión). Por fin, la última batalla se libraba en el difícil campo de las diferentes perspectivas teóricas en torno al ser y al desarrollo de la actividad profesional y técnica (biologicista, psicoanalítica, sistémica, cognitivo-conductual), las diferentes teorías eran un hándicap añadido para buscar acuerdos en cualesquiera de los dos campos precedentes. Con este estado de la cuestión plantearse otras cosas no dejaba de representar el deseo individual o de algunos grupos aislados de profesionales que clamaban en el desierto, si se me permite la expresión coloquial.

En 1984 el Dr. José García González inicia la “Reforma de la asistencia psiquiátrica y de la Salud Mental” en el Principado de Asturias, con el apoyo claro del entonces Consejero de Sanidad Juan Luis Rodríguez Vigil.

Con esa experiencia y siendo Presidente de la Asociación Española de Neuropsiquiatría (AEN) se elabora en el Ministerio de Sanidad, que a la sazón lideraba el Prof. Ernest Lluch, el documento para la reforma Psiquiátrica y de Salud Mental, con la coordinación científica del Prof. José Guimón y la coordinación técnica del Dr. Antonio Espino (1985). Sus conclusiones son asumidas en la Ley General de Sanidad (1986), con un articulado específico para la Salud Mental.

Con esta referencia legislativa se consagra la visión de la organización de la atención a la Salud Mental en el marco comunitario, por parte de equipos multiprofesionales. Se rompía la referencia del hospital psiquiátrico para conformar la atención desde los Centros de Salud Mental y su relación con la Atención Primaria de Salud y otras instituciones y organizaciones comunitarias que operaban en un territorio determinado.

Esta nueva organización de los servicios pone en evidencia la ineludible necesidad de crear y articular instrumentos y herramientas de trabajo de nuevo cuño y con un perfil más participativo, pero también con mayor apoyo científico-técnico. Se inicia el camino para hablar de calidad, de mejora de los programas asistenciales y así surge el papel que juega la elaboración de protocolos, no como herramienta de la medicina defensiva, sino como instrumento de referencia a la hora de desempeñar la acción concreta de la asistencia en el caso a caso.

Por ello se inicia un proceso de reflexión acerca de los problemas clásicos de la salud mental, como son los derechos de los pacientes con la superación del estigma como gran objetivo, que se fundamenta en el reconocimiento de los derechos humanos de los pacientes mentales. La hospitalización ya no es un objetivo, sino un medio, un momento terapéutico que se complementa con otros que dan pie a la continuidad asistencial y, por lo tanto, debe realizarse en el seno de la red pública de los hospitales generales del sistema sanitario. El trabajo multidisciplinar incluye a otros profesionales como son los que provienen de la enfermería, psicología y trabajo social.

La organización de base comunitaria destaca la labor y el trabajo con la Atención Primaria de Salud, donde se implanta la herramienta fundamental de la interconsulta y enlace, que, surgiendo en el ámbito hospitalario, se adapta a este nuevo contexto.

Se reconocen programas específicos por las particularidades propias de la demanda (atención a los pacientes dependientes del consumo de sustancias) o por la edad de los pacientes (la salud mental de la infancia y la adolescencia), aunque algunos no llegaran a plasmarse de forma definitiva o lo hicieran lastrados por la ausencia de formación específica (caso de la atención a la infancia y la adolescencia).

El Principado de Asturias pone en marcha una potente herramienta para evaluar y planificar los servicios de salud mental: el registro acumulativo de casos psiquiátricos (RACP), que la OMS había aconsejado con un excelente trabajo liderado por la Profra. Ten Horn y los Profs. Giel, Gulbinat y Enderson. Este potente permite hacerse preguntas acerca del funcionamiento de los servicios. Muchos pensaban que era una herramienta para solucionar los problemas, pero era un potente instrumento para evidenciar los problemas con la intención que, al estudiarlos, se planificaran acciones para superarlos.

Con este estado de cosas, algunos servicios inician una acción que se basaba en principios de calidad asistencial, entre ellos el que modestamente coordiné en Avilés (Asturias). Al abrir la Unidad de hospitalización psiquiátrica en un Hospital general e instaurarse inicialmente un sistema de guardias localizadas, al Dr. Pedro Moreno, responsable de la Unidad, me propuso realizar unos “protocolos” para las urgencias. Me recordó la gran eficacia que habían tenido esos instrumentos en mi época de MIR en la Clínica Infantil La Paz. Nos pusimos a la labor, para ello recogimos las demandas en el servicio de urgencias, lo sistematizamos y organizamos la información científico-técnica existente en ese momento y redactamos los protocolos que dieron paso a la publicación de tres trabajos científicos en la Revista Psiquis en el año 1991.

Hubo muchas críticas. Lo curioso era que no se dirigían a la calidad de los artículos, sino al instrumento al que catalogaron, algunos grupos de profesionales de simplistas, porque solo se limitaban a la acción concreta ante cada grupo sindrómico y no profundizaban en cada categoría diagnóstica. Descontextualizaron que era para la urgencia y, por lo tanto, se pretendía superar un momento concreto, agudo, para conseguir encauzar la intervención posterior.

Sí, esos críticos iniciales se rieron de nuestra simpar “ocurrencia” o, lo que es peor, nos trataron con el paternalismo de la palmada en la espalda y comentarios tipo “interesante, pero parciales”. Nosotros solo hacíamos una mueca que pretendía ser una casi sonrisa.

Desde el año 1985 inicié un trabajo de interconsulta y enlace con los profesionales de la Pediatría, primero en Mieres, Aller y Lena y con posterioridad en Avilés, Castrillón y Pravia. Era un trabajo intenso de elaborar los casos que nos remitían, analizando de forma conjunta los contenidos psicopatológicos y clínicos de los casos, con el fin de buscar las soluciones más precisas para cada caso. La recopilación de toda esta ingente tarea dio origen al libro “Protocolos de salud mental infantil para la atención primaria de salud”, que vio la luz en el año 1995. Se vendió libro a libro, con el duro marketing de la comunicación “boca a oído”, se difundió sobre todo entre los MIR.

Si tres artículos fueron una explosión, un libro de protocolos y además dedicado a la infancia y la adolescencia, representó una bomba en toda regla. Calificativos como reduccionista y simplista, llegados desde una parte de la “academia formal”, fueron las caricias más amables. Insisto que no se oponían a los contenidos, sino al aspecto formal del propio instrumento, del protocolo. Solo el único Catedrático de Psiquiatría Infantil de España, el Prof. Jaime Rodríguez-Sacristán de la Universidad de Sevilla, lo defendió desde un prólogo directo y comprometido.

Desde entonces seguí con este tipo de elaboraciones científicas, me dediqué a protocolizar acciones en el caso del autismo infantil, los malos tratos a la infancia, los procesos psicosomáticos en la infancia y la adolescencia o la utilización de psicofármacos y de los tratamientos integrados (psicofarmacología+psicoterapia) en la infancia y la adolescencia, los ingresos hospitalarios de los trastornos mentales en la infancia y la adolescencia y de los primeros brotes psicóticos en la adolescencia.

Poco a poco la gota de la lluvia iba calando y ahora todo el mundo elabora protocolos, habla de protocolos, diseña protocolos, generaliza protocolos y los protocolos son para todo lo que se mueve. Por si fuera poco, hasta los informadores generales te preguntan si tienes un protocolo, sea cual fuere el tema del que se habla y la titulación que honestamente se ostente.

Me van a permitir defender la protocolización en sanidad como instrumentos y herramientas de calidad, que superan el individualismo profesional para situar una perspectiva de trabajo en equipo hacia el cumplimiento de una meta. Su elaboración permite reconocer el estado de la evidencia científica y sistematizarla para la práctica clínica concreta y de forma sencilla, que no simple.

Pero un protocolo no es todo lo que se puede, ni siquiera todo lo que se debe hacer, la adaptación a cada caso, a cada situación va a depender de la formación y experiencia de cada profesional concreto. En general, se puede afirmar que a menor formación los protocolos son seguidos más al pie de la letra. El protocolo no debe ni puede ser considerado como un instrumento para la medicina defensiva, aunque haya muchos servicios jurídicos que así lo consideren.

Los protocolos no pueden ni deben ser considerados como algo inmutable, como la verdad absoluta, los protocolos tienen un valor indudable durante un tiempo, precisan revisión, actualización y redefinición. Un protocolo sin tachones, constituye una falsedad o, cuanto menos, una insuficiencia real. Los protocolos deben ser leídos y explicados por profesionales formados para que dimensionen y contextualicen los actos que comportan. Desde luego su elaboración exige formación, experiencia y capacidad de síntesis.

No hay que olvidarse que muchos de los que ogaño airean la palabra protocolo, fueron los más críticos de antaño. Este recuerdo no es más que eso, no olvidemos para no repetir. Este advenimiento hace que, estos sujetos, confundan punto de referencia con obligación y acuerdo con uniformidad. Un protocolo nunca es de obligado cumplimiento, es una elección más, simplemente eso.

Protocolizar no es un acto baladí, la verdadera simplificación y reduccionismo consiste en solicitar un protocolo para cada cosa. No lo duden.

Bibliografía citada:

  • L. Pedreira & P. Moreno (1991): Protocolos de intervención ante las urgencias psiquiátricas desde los servicios sanitarios generales/I. Psiquis, Vol. 12, nº 3, 21‑28.
  • L. Pedreira & P. Moreno (1991): Protocolos de intervención ante las urgencias psiquiátricas desde los servicios sanitarios generales/II. Psiquis, Vol. 12, nº 4, 21‑29.
  • L. Pedreira & P. Moreno (1991): Protocolos de intervención ante las urgencias psiquiátricas desde los servicios sanitarios generales/ y III. Psiquis, Vol. 12, nº 5, 27‑37.
  • L. Pedreira Massa (1995): Protocolos de salud mental infantil para la atención primaria de salud. Madrid: Ed. ELA-ARÁN Editores, S.A.

José Luis Pedreira Massa, Don Galimatías en La Mar de Onuba, es Vocal del Consejo Asesor de Sanidad y Servicios Sociales del Ministerio de Sanidad, Consumo y Bienestar Social. Psiquiatra y psicoterapeuta de infancia y adolescencia. Prof. de Psicopatología, Grado de Criminología (UNED).

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