El árbol

Les encantaba, cuando los mayores de despistaban, irse a jugar juntos al campo y, allí, tumbarse, saltar, revolcarse… En fin, divertirse bajo su árbol.

Se conocían desde niños. Sus vidas habían transcurrido paralelamente, una al lado de la otra. Se entendían como nadie. El hecho de crecer juntos les había dado una complicidad muy difícil de entender para los demás. Todo lo que había a su alrededor les daba un motivo para unirse un poco más, leían juntos, aprendían juntos, soñaban juntos, descubrían juntos, caminaban juntos…

Pero la niñez tiene ocurrencias extrañas, la infancia gestiona los tiempos y los sentimientos de un modo tardío en nuestro interior; nos damos cuenta cuando ya el tiempo nos ha cubierto de cicatrices, es como una especie de regresión.

Un día, bajo aquel árbol, poseídos de un sentimiento extraño, grabaron sus nombres en el tronco. Y, como símbolo de unión de algo que aún no entendían, un corazón, entre los dos nombres, atravesados por una flecha. Y se prometieron amor, amor eterno, sin saber aún, pobres, qué era el amor.

La vida desplegó sus velas macabras por mares ignotos hasta que, finalmente, separó sus caminos. Años sin verse, echando de menos aquella amistad que les permitía hablar de todo, de aquel tiempo desperdiciado en juegos y travesuras.

Una tarde fría de invierno, por la parte vieja de la ciudad, paseando entre monumentos de piedras antiguas, el azar quiso que volviesen a encontrarse. Se tenían frente a frente. Ella agarrada dulcemente a la mano de alguien. Él amarrado fuertemente a la mano de otra.

Se quedaron mirándose, incapaces de hablar. Recordando las veces que habían hablado durante horas. Por fin, uno de ellos, rompió el silencio:

  • ¿Bajas a la calle a jugar?
  • Espera… voy a coger la pelota.

Y rompieron a reír, como hacía años no lo habían vuelto a hacer. Luego, llegó el momento de las presentaciones. Y, como intentando dominar una situación, tal vez algo violenta, decidieron ir a tomar unas cañas los cuatro y recordar, con dos desconocidos, su amistad. Al principio, todo fue muy cordial, conversaciones amenas entre cuatro jóvenes de la misma edad. Luego, en un momento dado, ella y él, se hicieron una señal, como las de antaño, para salir a la puerta a fumar un pitillo.

Pasaron casi un par de horas, dentro, los dos desconocidos se desesperaban por la ausencia de sus respectivas parejas. Hasta que decidieron salir a la puerta a buscarlos. Pero, una vez en la puerta, no encontraron a nadie. Sólo los cigarros apagados en el suelo y pisoteados con furia, como solían hacer ellos.

Nunca se supo más de ellos, ni esos dos desconocidos, ni sus otros amigos, ni sus familias. Un oscuro silencio, abrazó durante mucho tiempo, la historia de aquella desaparición.

Pasaron cinco lustros. Aquellos dos desconocidos se cruzaron por casualidad por la ciudad e, inevitablemente, empezaron a hablar de aquel encuentro y, a la vez, desaparición, que les había llevado a conocerse… Ambos coincidieron en que se les había pasado por la cabeza aquel árbol del que sus desaparecidas parejas hablaban tanto… así pues, decidieron ir hasta aquel lugar.

Quizá el tiempo había teñido de gris lo que, un día, fue todo luz. El árbol frondoso y lleno de vida, ni era más que un tronco seco, con las ramas mirando al cielo en son de plegaria o lamento… eso sí, los nombres estaban allí y el corazón también. El corazón, atravesado por la flecha que, acaso por un sentimiento ilusorio, les pareció ver sangrar. Entonces, fue cuando notaron una presencia detrás, una presencia o dos, porque era un cuerpo con dos almas o dos cuerpos con un corazón. Se volvieron para ver quién les observaba. Se volvieron, y su alma se heló. Callaron por siempre.

MARI ÁNGELES SOLÍS DEL RÍO 

@mangelessolis1