El caleidoscopio de la violencia contra las mujeres

por Luz Modroño

 

El 25 de noviembre de 1960 las tres hermanas Mirabal eran brutalmente asesinadas por Trujillo, dictador de la República Dominicana, por su activismo político. Años después, la ONU institucionalizaría esta fecha como el Día Internacional contra la violencia de género, para recordar al mundo que la violencia contra las mujeres es una violencia estructural, que va mucho más allá de la doméstica, que se produce tanto en el ámbito familiar como fuera de él y que, en todos los casos, hunde sus raíces en la misma causa: el desprecio de las mujeres, su supeditación al hombre, su consideración de ciudadanas de segunda categoría en el ámbito civil y de servidoras en el privado, su cosificación. Una violencia que recorre de norte a sur y de este a oeste todos los rincones del planeta. Qué socava los cimientos de todos los pueblos, ciudades y continentes y que, a pesar de los esfuerzos empleados en su erradicación, se resiste a desaparecer poniendo en evidencia tanto la insuficiencia de dichos esfuerzos como su profundo anclaje.

Cada año miles de mujeres son brutalmente asesinadas, golpeadas, violadas o prostituidas, acosadas, quemadas vivas o torturadas por el mero hecho de ser mujeres o usados sus cuerpos como vasijas para engendrar seres humanos previamente comprados. La violencia de género, como máximo exponente de la desigualdad de género, es también una cuestión económica que mueve millones de euros en todo el mundo. Tanto la trata de mujeres y niñas como los vientres de alquiler, la prostitución o la pornografía son otras tantas variantes de esta violencia sistemática contra las mujeres.

Una violencia de género que parece inagotable, que adopta múltiples formas y que alcanza a sus propias hijas e hijos que quedan huérfanas o son también asesinadas, prostituidas, robadas o utilizadas como moneda para el chantaje y la amenaza o la preservación del honor del hombre.

La violencia contra las mujeres, a modo de macabro caleidoscopio, no sólo adopta forma de violencia física, también lo es económica, social, sexual y psicológica. Porque es producto de una sociedad patriarcal que, a su vez, es una sociedad de jerarquías en la que las mujeres ocupan los últimos escalones. Según ONU Mujeres, el 35 por ciento de las mujeres han sufrido algún tipo de violencia física y/o sexual proveniente de su pareja, expareja o familiar. Algunos estudios nacionales sitúan esa cifra en el 70 por ciento. Cada día, 137 mujeres son asesinadas por miembros de su propia familia. En el 2017, 87.000 mujeres fueron asesinadas, más de la mitad de ellas a manos de familiares. En la mayor parte de los casos, no hay denuncia previa en aquellos lugares donde la legislación lo recoge ni posibilidades siquiera de defensa en los que no. En muchos casos el silencio, la indiferencia o incluso la “comprensión” rodea al crimen. Considerar la violencia de género como cosa familiar, que ocurre puertas adentro supone el primer paso para su legitimación y la primera barrera para su exterminación.

La trata de mujeres y niñas, con fines fundamentalmente de explotación sexual suponen un 72 por ciento del total de víctimas de la trata de seres humanos; el matrimonio infantil con su corolario de embarazos tempranos e indeseados, aislamiento social, interrupción de la escolarización y elevación de la violencia doméstica afecta a una de cada cinco niñas; al menos 200 millones de mujeres y niñas han sido sometidas a la mutilación genital; 15 millones de niñas adolescentes has sido sexualmente forzadas… basten estos datos para comprender el alcance actual de una pandemia distinta a la que hoy recorre el mundo pero no menos grave.

La pandemia producida por el Covid-19 ha incrementado el sufrimiento de muchas mujeres obligadas a vivir el confinamiento junto a sus parejas. El aislamiento social, la inseguridad económica, el miedo a la reacción violenta descargada contra ella ha quintuplicado el número de llamadas a teléfonos de asistencia e incrementado la vulnerabilidad a la violencia en el ámbito doméstico.

En estos días en que, en torno al 25N, el mundo se moviliza contra la violencias de género es imprescindible recordar que sólo la educación en igualdad y el cambio profundo de mentalidad tanto individual como colectiva y social serán capaces de remover los cimientos de esta violencia que impregna todas las esferas y ámbitos.

Es tarea de hombres y mujeres terminar con esta situación que mina los principios más sagrados de la relación entre los seres humanos, una Humanidad compuesta por dos géneros diferentes y complementarios y cuya relación ha de regirse por la igualdad más absoluta. La violencia de género no es sino el reflejo de una sociedad y un sistema profundamente desiguales, regida por principios autoritarios y patriarcales en la que no caben los principios de fraternidad, justicia y libertad.

Es urgente terminar con el silencio que rodea a la violencia de género tanto como educar a las nuevas generaciones en los principios de igualdad y el respeto a las diferencias, es urgente terminar con cualquier tipo de violencia en general y la de género en particular. La educación en igualdad y las políticas de prevención han de ser centrales en la agenda política de las instituciones. Ello exige adoptar medidas eficaces de protección e identificación de las víctimas y dedicar los recursos humanos y materiales necesarios. Es imprescindible una profunda concienciación social, una educación que transforme los parámetros en los que se mueve la sociedad patriarcal para sustituirlos por unos parámetros en los que la igualdad sea sinónimo de libertad.

El tiempo del lamento y el miedo ha de quedar atrás definitivamente y ha de ser sustituido por un nuevo tiempo alumbrado por valores que respeten la diversidad, las diferencias entre seres humanos sin distinción alguna. Que asuma definitivamente que los derechos humanos han de ser universales para dejar de ser privilegios.


Luz Modroño, colaboradora de La Mar de Onuba, es doctora en psicóloga y profesora de Historia en Secundaria. Pero es, sobre todo, feminista y activista social. Desde la presidencia del Centro Unesco Madrid y antes miembro de diversas organizaciones feministas, de Derechos Humanos y ecologistas (Amigos de la Tierras, Greenpeace) se ha posicionado siempre al lado de los y las que sufren, son perseguidos o víctimas de un mundo tremendamente injusto que no logra universalizar los derechos humanos. Y considera que mientras esto no sea así, no dejarán de ser privilegios. Es ésta una máxima que, tanto desde su actividad profesional como vital, ha marcado su manera de estar en el mundo.

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