El epitafio

por María Ángeles Solís

Pocos entendían la costumbre que tenía: pasear por cementerios. Y él ya había dejado de dar explicaciones. Lo que otros consideraban esa costumbre macabra, a otros despertaba curiosidad. ¿Y qué más daba? Cada uno, pasea por donde le da la gana… y punto.

Hacía años que, siguiendo su vocación, había terminado sus estudios de Historia del Arte. Y fue entonces, cuando se enamoró. Se enamoró como se enamoran las mariposas en el viento, como se enamoran las olas en el mar. Con un sentimiento de ida y venida, como caminar por un camino sabiendo que lo has surcado ya. Se enamoró de una forma cálida, suave, a pesar de saber que, su amor, sólo podría ser correspondido con frío, rigidez y majestuosidad. Se enamoró del mármol.

Ese era el motivo por el que le gustaba pasear por cementerios. Había visitado muchos museos para ver obras esplendorosas. Pero era allí, en los cementerios, entre mausoleos olvidados y devorados por el musgo, donde encontraba, además de paz, el silencio de construcciones eternas que miraban al infinito.

Buscaba, en su mapa de bolsillo, los pueblecitos pequeños y de frío invierno, que estuviesen perdidos en la sierra y donde rugiese el viento. Era extraño no encontrar en esos pequeños pueblos algún recinto que guardase, como si de un secreto maldito se tratase, pequeños camposantos donde la paz y el olvido se daban la mano.

Hasta aquel cementerio perdido llegó. Algo especial esperaba encontrar… acaso el frío de aquel día pretendía convertirse en su compañero eterno. Empujó la puerta de hierro que chirrió y todo el peso de su niñez cayó de golpe sobre sus hombros. Mientras paseaba entre los cipreses, imágenes de su infancia se fueron agolpando ante sus ojos. Por eso, se detuvo un momento y empezó a fumarse un cigarro. Aquel día le parecía distinto y aquel cementerio tenía algo que le atraía, sin lograr comprender el qué.

Se sentó suavemente sobre un panteón y escuchó serenamente el canto de los pájaros, a pesar del frío, los vientos del lugar no habían silenciado algo tan hermoso. Esta vez, había pasado ante los panteones casi sin detenerse. De lejos miró las vidrieras que se encendían cuando las nubes, en su baile con el viento, dejaban escapar un rayo de sol que se estrellaba en ellas. Justo delante de su mirada, una niebla irreal: el humo de su cigarro, que sostenía en los dedos como quien intenta retener una pompa de jabón en la palma de la mano y, finalmente, se esfuma.

Se decidió a caminar hacia la parte de abajo, donde estaban las tumbas más tristes, las que descansaban a ras del suelo, aunque también estuviesen cubiertas de mármol, mármol frío como el viento que se empeñaba en abrazarle. Mientras andaba, se fijó en una lápida cubierta de musgo con flores secas y con unas letras marcadas. Una despedida que nunca pudo decirse. Una frase que había quedado atrapada en unos labios. Mientras leía y releía aquel epitafio, cesó el baile de las nubes y el sol escapó potente chocando bruscamente con las vidrieras de los panteones. El frío le dominó, le paralizó aunque sus lágrimas escapaban como una lluvia insistente de otoño. Pronunció en alto las letras del epitafio. El frío le abrazó…

Dos horas después el enterrador encontró su cuerpo sobre la tumba, su cuerpo inerme abrazado al frío mármol. El juez de guardia, tras el levantamiento del cadáver, lo dejó todo bien escrito en su informe: “Muerte sin violencia. El cadáver del individuo fue hallado extendido, en actitud de abrazo, sobre la lápida de la tumba de su progenitor. Causa del fallecimiento: fue atravesado por un rayo de sol».

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