El fracaso de Europa

Miles de personas se quedaron sin refugio tras los incendios en el campo de Moria el 9 de septiembre de 2020. Stratis Balaskas/EPA
por Luz Modroño

 

No es fácil tener esperanza cuando la vida se empeña en convertir cada minuto en un infierno en el que no se contempla horizonte de futuro. Con una sola comida al día, que a menudo no llega tras una espera de tres o cuatro horas en interminables filas, seres humanos de todas las edades, procedencias y condición se apiñan en lo que poco a poco se parece más al lugar- cloaca del que el fuego les expulsó.

En los primeros días tras el incendio, la esperanza parecía que podría abrirse paso en ese dantesco lugar en el que la vida es mera supervivencia. Un atisbo de esperanza que luchaba por imponerse a la realidad cruda, doliente, vergonzosa, que caracteriza esos lugares de encierro tan próximos a aquéllos que albergaron la tragedia de la mitad del siglo pasado. Sin embargo, a medida que los días pasan, la esperanza se diluye entre las medidas coercitivas de un gobierno xenófobo y la política europea que, lejos de enfrentarse a esa cruda realidad convertida en cotidiana para miles de personas inocentes, parece seguir machaconamente haciendo oídos sordos al sufrimiento y la barbarie.

Bajo el paraguas de la improvisación y la infravaloración de la vida y la dignidad de todos estos seres humanos, imágenes emitidas por diferentes televisiones mostraron el trato vejatorio, con lanzamiento de gases lacrimógenos, golpes, porrazos repartidos indiscriminadamente, sin importar su indefensión, si eran niños o mujeres… Su única culpa, el miedo, ese miedo que no se despega de su piel, miedo a no comer, a no seguir el proceso de asilo, a ser devueltas a los países de los que huyeron por ser obligadas a casarse siendo menores, por ser perseguidas o amenazadas por el mero hecho de ser mujer, prostituidas, usadas como arma de guerra, violadas… o porque una bomba ha caído sobre su casa haciéndola añicos. Detrás de cada refugiado, de cada refugiada, hay una historia de desolación, miedo, amenaza, huida. No emprende un camino en el que se puede perder la propia vida quien la tiene asegurada. No busca refugio lejos del lugar donde nació quién no se enfrenta a la imperiosa necesidad de encontrar la paz que en su lugar de origen le es negada. No pide protección ni asilo ni emprende un camino cuajado de escollos y peligros quien no necesita protección.

A lo largo de la historia de la humanidad ha sido una tónica la necesidad de huida y búsqueda de refugio. La que ahora nos atañe comenzó en 2015. Un millón de personas pedían protección internacional a las puertas de Europa. Varias eran las puertas a las que llamaban y varias las vías: desde el Estrecho de Gibraltar, desde el Mediterráneo, a España, Italia y Grecia. Por el norte, la llamada ruta de los Balcanes. Desde Congo, Somalia, Eritrea, Nigeria, Libia, Niger… huían familias enteras, mujeres solas, muchas de ellas muy jóvenes, menores expulsados por guerras, hambrunas, persecuciones y guerras tribales, religiosas, políticas, de género, dictaduras, esclavitud. Las guerras de Siria, Afganistán, Irak, Irán… guerras provocadas por la intervención occidental expulsaban a otros tantos miles.

Una situación que obligaba a adoptar medidas en el marco del derecho a asilo y protección recogido en varias convenciones internacionales con base en la Declaración Universal de Derechos Humanos. Finalmente, impulsadas por Alemania y Francia y en el marco de la Agencia Europea de Migraciones, el 22 de septiembre se conseguía llegar a un acuerdo que parecía tener como objetivo un reparto más equitativo de esa riada de seres humanos pidiendo refugio y protección. Peticiones que, por mucho que sea un término correcto al ser denominadas flujos migratorios, consiguen despersonalizar y borrar el rostro humano de estas personas. En virtud de dicho acuerdo, 160.000 personas serían acogidas -reubicadas- por los distintos países de la Unión Europea.

Dicho reparto se establecía con base en unos criterios como la renta, el PIB, la población, etc. A España le correspondieron cerca de 16.000. La negativa de Hungría a la aceptación del Acuerdo y consiguiente admisión dentro de sus fronteras rebajó la cifra a 106.000 personas. De ellas, a España pasaron a corresponderle cerca de 9.500, de las cuales solo llegaron cerca de mil quinientos, cifra que contrastaba notablemente, en términos porcentuales, con la del resto de países comunitarios.

Por otro lado, y en paralelo a este acuerdo, el Plan de reasentamiento establecía la acogida de ciudadanos procedentes de países fronterizos. Por dicho Plan, España se comprometió a albergar a cerca de 1.500 personas de las 30.000 que entraban en Europa. En total, entre reubicación y reasentamiento, no llegó a 3.000 personas, cifra que la colocaba entre los países menos receptores. Sin embargo, el problema fundamental se centró, una vez más, en la desidia oficial y la falta de interés por hacer las cosas bien. Porque el sistema establece una acogida digna, vivienda en centros o pisos gestionados por ONGs donde se les debe dar acompañamiento, asesoramiento legal y laboral y una cierta ayuda económica. Pero la política de rechazo y exclusión gubernamental colocaban a España en línea con países como Italia, Grecia, Hungría… La desidia, el desinterés y el desamparo se cogían de la mano para registrar la entrada como un tedioso trámite y desatenderles después. Se crearon CIEs cuya realidad en nada se parecía a aquella sobre el papel.

Mientras, las políticas europeas seguían caracterizándose por el levantamiento de vallas y la aprobación de presupuestos cuyo objetivo no es otro sino el de impedir a toda costa que migrantes y refugiados traspasen sus fronteras. Así, en 18 de marzo de 2016 se aprobaba un Acuerdo con Turquía y Grecia por el que el primero recibía 6.000 millones de euros y 3.000 el segundo. Grecia y Turquía, dos países históricamente enfrentados, se veían obligados a colaborar convirtiéndose en escudos de Europa.

Mientras, las mafias en Turquía, los naufragios y las muertes en el Mediterráneo, los campos inhumanos griegos carentes de los mínimos servicios necesarios para vivir seguían creciendo. Y por encima de todo ello la más clara y contundente violación de los derechos humanos. Ante la impasibilidad de una Europa que no quiere mirar de frente a todas estas personas demandantes de auxilio y olvidando su propia historia reciente, se cambiaba de estrategia.

El Tratado de Turquía era un Tratado internacional que vulneraba el Convenio Europeo de Derechos Humanos, la Convención de Ginebra y la directiva de Procedimiento para la concesión de protección internacional. Todo ello a cambio de contener una entrada que, por otro lado, no iba a dejar de producirse, eso sí, a costa de más y mayor sufrimiento. Al mismo tiempo, se ligaban los presupuestos de cooperación al control migratorio. La propia Ángela Merkel reconoció públicamente el peso sobre Bruselas de las tesis y políticas antimigratorias y antiasilo de las extremas derechas.

Entretanto, se suceden y crecen las protestas ciudadanas, los actos de apoyo a las personas migrantes y refugiadas y los gritos demandando un cambio radical de estas políticas. Pero año tras año y cumbre tras cumbre sigue sin haber respuesta de solidaridad y justicia. Europa sigue tercamente anclada en el perverso maridaje de la xenofobia y el miedo. Discurso que se convierte, a su vez, en uno de los pilares de los programas electorales internos de los diferentes países europeos. Las derechas se sienten cómodas en esas tesis y las izquierdas parecen incapaces de articular un discurso basado en la acogida digna y el respeto a los derechos humanos, alejándose de su electorado. Así, la desesperanza de los que piden refugio se transforma en fracaso para Europa.

En julio de 2018, una sentencia del Tribunal Supremo condenó a España por el incumplimiento de la tramitación administrativa del procedimiento de asilo y refugio de la cuota que le correspondía, obligando a su cumplimiento. La Abogacía del Estado recurrió aduciendo el desconocimiento de su paradero. Al año siguiente, el fallo fue revocado por ser inejecutable y por haber dejado de estar en vigor.

Mientras, en la UE se sigue debatiendo el qué hacer sobre el cómo hacer. Porque, desde la perspectiva de solidaridad y respeto a los derechos humanos, el problema no se encuentra en el qué hacer, que no es sino abrir las puertas y dar la bienvenida a los que claman protección y socorro, agilizar los procesos y elaborar políticas de colaboración, reasentamiento, colaboración entre los Estados. El debate ha de centrarse en el cómo. En cómo asegurar las mejores condiciones de dignidad, recepción… Incluso cómo rentabilizar los recursos, destinándolos no a reprimir, perseguir, culpar, estigmatizar, expulsar sino a todo lo contrario. Habilitar espacios dignos de convivencia, entornos habitacionales que posibiliten reemprender una existencia sin amenaza. La España vaciada está clamando una solución urgente que podría venir de la mano de miles de familias migrantes y refugiadas. Una vez más no es cuestión de capacidad sino de voluntad. De cambio de discurso y de políticas.

Cuando este pasado septiembre desaparecía, consumido por las llamas, el campo de refugiados de Moria, en Lesvos, las imágenes mostrando al mundo la impudicia y el horror en el que vivían miles de seres humanos permitieron alentar el ansiado cambio. De manera urgente, en menos de una semana, se levantaba uno nuevo que hacía entrever una gran semejanza con el destruido.

Así lo entendieron los que habrían de ser sus huéspedes. Y se negaron. El gobierno procedió a obligar la entrada en el nuevo campo, construido con prisas y sin infraestructura alguna, a millares de personas, muchas familias con hijos. Las coacciones y amenazas, incluida la violencia física, fueron armas constantes contra los que nada tienen. Amenazas que llegaron a las voluntarias que, para conseguir el objetivo de hacer llegar alimentos, hubieron de trabajar de forma semiclandestina. Con una sola comida al día y menos de cien euros al mes, el hambre es compañera fiel. Pero, además, esa única comida se repartió solo entre quienes ya habían entrado. Otra forma más de coacción que perseguía romper la resistencia.

Al mismo tiempo, los dos únicos campos que guardan la dignidad debida y reúnen condiciones de habitabilidad -Pikpa y Kara-Tepe- se ven amenazados con el cierre. Ambos acogen familias con hijos de corta edad y personas vulnerables. Su número no sobrepasa el centenar. Incomprensiblemente, se anuncia su cierre: el primero, el 31 de octubre; el segundo, el 31 de diciembre. Comienza una nueva lucha por evitarlo. Finalmente, el pasado jueves Pikpa anuncia que se ha detenido la evacuación. Una nueva victoria en una guerra sin cuartel.

Mientras todo esto ocurre se está firmando en la UE el nuevo pacto sobre Migración y Asilo. El escándalo desatado por estos hechos permite que se encienda una pequeña luz de esperanza. El incendio ha puesto en evidencia el fracaso de las políticas europeas. Pero es una luz que se extingue rápidamente. La impronta xenófoba de los países excluyentes, regidos por la extrema derecha, vuelve a ganar la batalla. Y esta vez con mayor dureza.

El nuevo Pacto prioriza las expulsiones, permitiendo que los países puedan o no aceptar personas migrantes o refugiadas. A partir de ahora, lo que era obligado se convierte en voluntario y la acogida dependerá de la buena voluntad del país receptor. Desaparecen las cuotas. Desaparece la obligatoriedad de acoger. Se impone la insolidaridad. Se avanza en la conversión de los DDHH en un recuerdo de un tiempo que pudo ser. Tras el incendio del campo de Moria Europa tenía la palabra, pero esa palabra resuena hoy con un eco metálico, frío, discorde. Un eco a muerte.


Luz Modroño, colaboradora de La Mar de Onuba, es doctora en psicóloga y profesora de Historia en Secundaria. Pero es, sobre todo, feminista y activista social. Desde la presidencia del Centro Unesco Madrid y antes miembro de diversas organizaciones feministas, de Derechos Humanos y ecologistas (Amigos de la Tierras, Greenpeace) se ha posicionado siempre al lado de los y las que sufren, son perseguidos o víctimas de un mundo tremendamente injusto que no logra universalizar los derechos humanos. Y considera que mientras esto no sea así, no dejarán de ser privilegios. Es ésta una máxima que, tanto desde su actividad profesional como vital, ha marcado su manera de estar en el mundo.

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