‘Estado útil o barbarie’, por Nico Ferrando

por Nico Ferrando

 

Viernes, 27 de agosto de 2021. Escribió Montesquieu, que nos legó la teoría de la división de poderes en el siglo XVIII, que “la democracia debe guardarse de dos excesos: el espíritu de desigualdad, que la conduce a la aristocracia, y el espíritu de igualdad extrema, que la conduce al despotismo”. Sus palabras, hoy, están más vigentes que nunca porque, desde importantes sectores de la población, se percibe una gran desafección por el sistema democrático puesto que no resuelve sus necesidades vitales, aspecto que es aprovechado por crecientes populismos para tratar de imponer un peligroso discurso que en el siglo XX nos llevó a ser testigos de las mayores atrocidades que jamás haya conocido el ser humano.

La democracia del siglo XXI debe ser algo más que votar cada cierto tiempo. Hay que crear sólidos mecanismos para conservarla, fortalecerla y dinamizarla, habida cuenta de que en los tiempos actuales todo cambia mucho más de prisa con la implementación de las nuevas tecnologías, un factor que ya es irreversible.

Si nos circunscribimos al caso de España, la principal causa de que la ciudadanía se encuentre alejada del sistema democrático es, sin duda, el método anómalo de listas cerradas existente en los partidos políticos, lo que crea verdaderos profesionales de la política cuyo principal mérito que tienen en su currículum es adular al jefe de sus filas y no el interés general, como sería deseable. Este extremo explica que personas con escasa formación y con un perfil, a veces, siniestro, puedan haber llegado a ocupar responsabilidades de Estado para las que no estaban preparadas y que la lacra de la corrupción se visualice como algo generalizado.

Se sigue aplazando la puesta en marcha de un proceso efectivo de transparencia en el que cualquier ciudadano pueda tener acceso a poder auditar de forma fácil a cualquier institución pública, lo que provoca una sensación de impunidad ya que rara vez se asumen responsabilidades políticas por parte de los representantes. Todo esto, sumado a un laxo régimen de incompatibilidades que permite fácilmente las puertas giratorias en grandes compañías con intereses económicos estratégicos y unos excesivos aforamientos, provoca que la ciudadanía tenga la impresión de que le gobierne una casta (aristocracia, según Montesquieu) que sólo defiende sus privilegios, un caldo de cultivo ideal para que calen en la sociedad discursos de odio que trasmiten, mediante eslóganes sencillos, una parcial y sesgada visión de la realidad.

Otro aspecto trascendental para fortalecer el sistema democrático es la agilidad del poder judicial. Negar medios a la Justicia ha sido un consenso de los partidos de gobierno que, en ningún momento, se han planteado seriamente resolver el crónico atraso de la vía jurisdiccional. Dijo Séneca que la justicia tardía se parece mucho a la injusticia y creo que esta situación se ha llevado a la máxima expresión en contenciosos cuya instrucción se ha eternizado. No es incompatible un sistema garantista con un sistema rápido, pero tiene que haber voluntad política para poder ejecutarlo con éxito. Para ello, habría que determinar un presupuesto fijo para el poder judicial que esté exento de la fratricida lucha política diaria, se debería penalizar con mayor rigor a los abogados que utilizan obscenos recursos procesales con el fin de alargar indebidamente procedimientos, se tendrían que reforzar los mecanismos de justicia gratuita y habría que generalizar el uso de las nuevas tecnologías en los juzgados. Los jueces, que son funcionarios de carrera con una formación jurídica específica, han demostrado estar a la altura de las circunstancias en complejas causas, aunque no han sido diligentes. Dotémoslos de medios económicos suficientes para que puedan desarrollar su labor de manera eficiente, ya que en una sociedad sin justicia es donde los populismos pueden imponer sus consignas.

Por último, creo que la democracia debe tener instrumentos para limitar a determinados lobbies económicos. No se trata de instaurar limitaciones al lucro empresarial que es muy lícito y se debe proteger, sino de identificar espacios donde el Estado tiene que estar presente de forma directa o regular escrupulosamente la actuación de las empresas privadas, si participan en él. Me refiero a la Sanidad, a la Educación, a la gestión de residencias de mayores, a los servicios sociales y a la vivienda, entre otros bienes que revisten el carácter de fundamentales y sensibles. El Estado no puede desentenderse de asuntos trascendentales que son inherentes a la posibilidad de que exista una verdadera igualdad de oportunidades en la sociedad. La pandemia del COVID-19 nos ha enseñado, emulando a Keynes, que la administración pública no puede relegar en intereses privados asuntos que son de trascendencia pública. La Unión Europea, menos mal, tomó nota de sus errores pasados y actuó en consecuencia para garantizar que nadie se quede atrás ya que el mensaje de los extremismos pone en cuestión la utilidad de su excesiva burocracia que, no obstante, considero que es necesaria si queremos una Europa fuerte, cohesionada y que tenga relevancia mundial.

Nos enfrentamos a retos inciertos y grandilocuentes que pondrán en jaque nuestra propia existencia como especie dominante en el planeta. El cambio climático, a nivel global, creará innumerables refugiados de carácter medioambiental puesto que los científicos vaticinan que ya no hay tiempo de solucionar esta cuestión. También, la robotización de la vida diaria provocará que sean prescindibles muchos puestos de trabajo, con el consiguiente problema social añadido. ¿Dónde estará el Estado o, mejor dicho, los Estados europeos en esta nueva realidad que ya está aquí, casi viviendo entre nosotros?

La administración pública debe ser un cortafuego para lo que nos viene encima. Debe convertirse en el puntal necesario que garantice una mínima igualdad. Siguiendo los parámetros de Montesquieu, o hacemos que el Estado sea necesario y útil o vaticino la barbarie.

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