La última obra dramática de Alberto Conejero (Jaén, 1978), y, quizás, lo mejor de cuanto ha escrito en teatro, tiene un título tan sugerente como críptico: ‘La geometría del trigo’. Estrenada en 2019 en el Teatro Valle-Inclán del Centro Dramático Nacional, cuenta con un elenco de ensueño que el dramaturgo y, desde ahora, también director de escena –es la primera vez que el jienense se decide a dirigir en solitario una de sus obras-, ha tenido la paciencia, el cariño y la habilidad de haber sabido reunir con el tiempo y el mimo necesarios, los ingredientes apropiados para que el plato resultante, no pudiera dar lugar más que a una delicia.
Sí, un plato único, cocinado a fuego lento, porque el autor escuchó a su madre la historia que es el germen de lo que finalmente ha sido ‘La geometría del trigo’ –título que el autor encontró en un verso de Antonio Lucas y que hace referencia a las figuras en el plano y el espacio-, en su Vilches natal, en sus no tan lejanos años de juventud. Los hechos habían ocurrido unos cuantos años antes de su nacimiento. La historia trenzada por el poeta y dramaturgo con aquellos mimbres repletos de recuerdos, secretos, evocaciones y dimes y diretes, que iban de boca en boca entre los habitantes del pueblo, constituye una historia entrelazada de palabras justas, silencios, sobreentendidos, memoria y frutos prohibidos sobre la pasión, el amor, la sexualidad, los orígenes y el miedo al qué dirán que atraviesa a tres generaciones de aquellos andaluces de Jaén sobre los que escribiera Miguel Hernández: “…aceituneros altivos / decidme en el alma: ¿ quién, / quién levantó los olivos?”, y que unas décadas más tarde popularizaron Paco Ibáñez y el grupo Jarcha.
Consuelo Trujillo, Eva Rufo, Zaira Montes, José Troncoso, Juan Vinuesa y José Bustos son los espléndidos intérpretes del montaje de Conejero. Es una verdadera delicia verlos moverse, hablar, callar, mirar, escuchar y guardar recogidos silencios de cada uno en la casi hora y media de función. No hay reiteraciones, ni concesiones a ninguno de los personajes del drama, todo es néctar puro, vida, pasión, zumo de teatro atravesado de lleno por la poesía.
La historia tiene su origen en un paisaje salpicado de minas de plomo escondidas entre olivares. Por eso la estupenda escenografía de Alessio Meloni se levanta sobre la tierra, la preside una rueda de carro y tiene algunos bancos para el descanso puntual de aceituneros, mineros y personajes. El sol implacable inunda cada mañana los campos de Jaén –preciosa también la iluminación de David Picazo-; por la noche refulgen las estrellas y a esa música serena que los cubre le pone partitura Mariano Marín; vestuario Miguel Ángel Milán; audiovisuales Bruno Praena y Xavier Bobés los objetos esenciales para enmarcar los recuerdos.
Joan (José Bustos) y Laia (Eva Rufo), una joven pareja de arquitectos en crisis, viajan desde Barcelona hasta un pequeño pueblo andaluz para asistir al entierro del padre del primero, del que nada ha sabido nunca. Acude hasta allí no sabe muy bien por qué, probablemente por curiosidad, por necesidad íntima, por despejar las sospechas, las incógnitas, las dudas que le corroen en el fondo, aunque siempre había creído que la figura de su padre había conseguido desdibujarla. Allí, en el sur habitan Emilia (Consuelo Trujillo), Antonio (Juan Vinuesa), Beatriz (Zaira Montes) y Samuel (José Troncoso). Las medias palabras, las miradas, los silencios de aquí y de allá son la base de sus conjeturas y el sobre que finalmente le entrega Samuel la prueba del nueve de que encontrarse a sí mismo suele venir siempre cargado de dolor.
El amor, el sufrimiento, las preguntas sin respuesta, el compromiso, la honestidad, la lealtad y la libertad se dan cita en este drama preñado de poesía que dosifica el conocimiento de los hechos y las conciencias de los personajes paulatinamente, a fuego lento, hasta brotar en un efluvio final de sentimientos y pasiones encontradas. Es la vida en la que todos cabemos, y en la que muchas veces nos resulta tan difícil encontrarnos.
El drama, de resonancias lorquianas, que ha escrito y levantado Alberto Conejero es de los que dejan huella indeleble en el alma del espectador. Nadie debería perdérselo. Y no me atrevo a poner por encima ninguna interpretación porque todas están llenas de matices y enmarcan a unos personajes bien distintos pero que enamoran por igual. Imprescindible.
«La geometría del trigo fue, en un primer momento, un recuerdo de juventud que mi madre compartió conmigo. ¿Por qué quiso entregarme entonces lo ocurrido a unos amigos en nuestro pueblo del sur justo antes de mi nacimiento? ¿Qué debía hacer yo con esas palabras y esos silencios? Con el paso de los años el recuerdo de mi madre, transformado por la imaginación, se convirtió en un recuerdo propio, tan real como lo contrario.
La geometría del trigo es un viaje de norte a sur, de sur a norte, de ahora a entonces, y de entonces a ahora. Una historia de tránsitos y transiciones entre tiempos, espacios, lenguas y formas de amar. Y de fondo las últimas minas de plomo entre los olivares. Un intento de empezar de nuevo y de seguir juntos. Porque el vínculo nunca desaparece y siempre estamos a tiempo de cuidarlo».
Alberto Conejero
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