Fútbol, arco iris y política

por Octavio Salazar Benítez

Viernes, 25 de junio de 2021. Siempre que se acerca el 28 de junio, empiezan a circular por redes sociales y medios de comunicación mensajes que inciden en la idea de que cuando celebramos el día del orgullo festejamos algo así como la libertad para amar. Una libertad que, sin duda, forma parte esencial de la dignidad de cualquier ser humano pero que no representa ni mucho menos el sentido vindicativo que debería seguir teniendo una fecha que el omnívoro mercado se ha encargado de convertir en un escaparate más.

Una involución que corre en paralelo a una cierta despolitización del movimiento LGBTI, lastrado por la ceguera de conquistas ya no tan recientes y por, en muchos casos, excesivas dependencias partidistas.

En España, solo el tenso e intenso debate en torno al Anteproyecto de la Ley trans parece haber resucitado un cierto pulso político y nos ha vuelto a recordar que la cuestión última no es otra que la efectiva garantía de los derechos de un colectivo, el cual no es que haya de disfrutar de esferas singulares de libertad, sino que todavía hoy tiene dificultades para ejercer con plenitud los derechos que cualquier sistema constitucional reconoce a la ciudadanía.

De ahí que sea mucho más correcto hablar, a mi parecer, de derechos de las personas LGBTI que de derechos LGBTI. Incluso cuando ahora estamos debatiendo en torno a la situación jurídica de las personas trans, no creo que lo hagamos sobre derechos específicos sino en definitiva sobre la posibilidad de que este colectivo puede desarrollar libremente su personalidad (art. 10.1 CE), con pleno respeto a su integridad física y moral (art. 15 CE) y, en definitiva, con proyección de sus opciones vitales en todos y cada uno de los ámbitos de autonomía que protegen los derechos fundamentales.

En el corazón de la democracia

Parece evidente pues que cuando hablamos de la situación del colectivo LGBTI, lo hacemos de una cuestión radicalmente política, relacionada íntimamente con el corazón de la democracia y, en el caso de Europa, por tanto, con el fundamento último de una organización supranacional que tiene uno de sus pilares en la protección efectiva de todos y cada uno de los derechos humanos que, tras los desastres de las dos guerras mundiales, se convirtieron en baluarte ético de unos Estados que habían fracasado estrepitosamente en la garantía de eso que Hannah Arendt denominó el “derecho a tener derechos”.

Partiendo de estos presupuestos, resulta por tanto vergonzante y vergonzosa la negativa de la UEFA a atender la petición del alcalde de Múnich de que el estadio Allianz Arena se iluminara con los colores del arco iris para el partido entre Alemania y Hungría, en apoyo a la causa LGTBI. De fondo, no lo olvidemos, está la reciente decisión del Parlamento húngaro que prohíbe hablar de la homosexualidad en las escuelas.

Una decisión alarmante

La decisión de la UEFA resulta no solo indignante sino también alarmante en cuanto que se justifica en una supuesta “neutralidad política y religiosa” de un organismo que aúna a las federaciones de fútbol europeas, asociaciones que por más que podamos discutir su naturaleza jurídica privada, reciben evidentes apoyos institucionales y públicos, además de, por supuesto, que no podemos obviar la dimensión simbólica que tienen sus acciones al tratarse del “deporte rey”.

Desde este punto de vista, creo que es incuestionable que sus posicionamientos deberían ser tremendamente respetuosos y hasta comprometidos diría yo con los valores que, en Europa, y pese a las reacciones airadas a las que estamos asistiendo en forma de extrema derecha, hemos consensuado como los propios de las sociedades democráticas del siglo XXI.

Unos valores que, en el contexto europeo, vienen definidos en los Tratados de la Unión y muy especialmente en la Carta de Derechos fundamentales, en la que se menciona expresamente (art. 21) la prohibición de discriminación por razón de orientación sexual, algo en lo que han insistido tanto el Tribunal de Justicia de la Unión Europea como, en el ámbito del Consejo de Europa, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos.

Y, en este sentido, no resulta neutral esquivar el compromiso con los derechos humanos en peligro, sino más bien todo lo contrario. Es decir, en este caso, el silencio, la inacción, hace cómplices a los que se lavan las manos de las políticas que, en peligroso avance, cuestionan las conquistas de dignidad que han ido alcanzando las personas LGBTI.

No deberíamos olvidar que en la Europa de los derechos cohabitan algunos de los marcos jurídicos más avanzados en esta materia con legislaciones que, en los últimos años, han colocado a muchas personas de países cercanos en un estatus de negación de ciudadanía.

Todo ello en el contexto de una ola reaccionaria, que forma parte de una mucho más compleja y que podríamos identificar con eso que Alicia Puleo llama “contrarreforma patriarcal”, y que, en nombre de la libertad suprema, no duda en sacrificar la igualdad. Recordemos, sin ir más lejos, que una de las condiciones que la Comunidad de Madrid ha puesto VOX para apoyar el gobierno de Ayuso ha sido la derogación de las leyes LGBTI.

Como también deberíamos olvidar la muy censurable sentencia del Tribunal Supremo español, que el año pasado avaló que las instituciones públicas se nieguen a que en ellas ondeen banderas que no sean las legalmente establecidas, doctrina que bien puede justificar que por ejemplo en determinados Ayuntamientos haya grupos políticos que se nieguen a que ondee la bandera del arco iris en estos días de junio.

En concreto, la sentencia 1163/2020, de 26 de mayo, dictaminó que “no resulta compatible con el marco constitucional y legal vigente, y en particular, con el deber de objetividad y neutralidad de las Administraciones Públicas la utilización, incluso ocasional, de banderas no oficiales en el exterior de los edificios y espacios públicos, aun cuando las mismas no sustituyan, sino que concurran, con la bandera de España y las demás legal o estatutariamente instituidas”.

De nuevo, y en este caso todavía con más gravedad si cabe al tratarse del Supremo, “el deber de objetividad y neutralidad”. Un deber que, insisto, en materia de los derechos fundamentales que ampara nuestro ordenamiento, y por supuesto el comunitario, decae ante el compromiso con su efectividad, también desde el plano de lo simbólico y educativo. Es decir, no apoyar los derechos, muy singularmente de un colectivo que continúa siendo humillado, es la forma más obscena de parcialidad. En el caso de nuestro ordenamiento jurídico, y tratándose de poderes públicos, por flagrante contradicción con el mandato que establece el art. 9.2 CE.

A todo ello, por supuesto, habría que sumar, para situar de manera completa el debate generado por la decisión de la UEFA, que el mundo del fútbol, entendiendo por tal el que lo traduce en un negocio/espectáculo que mueve millones de euros, continúa siendo uno de los espacios en que con más descaro y obscenidad se reproduce y ampara la masculinidad patriarcal.

Un modelo de virilidad que tiene uno de sus pilares en la homofobia y que, por tanto, sigue siendo hoy por hoy una de las peores escuelas de valores para tantos jóvenes que continúan mirándose en ese espejo. El de los hombres de verdad, el de las mujeres ausentes y devaluadas, con frecuencia reducidas al papel sexualizado de bellísimas esposas y novias, el de los machotes competitivos y ligones, el de los que solo se acuestan con hombres en el hueco de un armario.

Y todo esto es, me temo, una cuestión también radicalmente política. De la misma manera que lo es negarse, en un contexto de tanta dimensión simbólica, y por tanto educativa, como es la Eurocopa, a manifestar el apoyo a una causa que no que tiene que ver ni con el sexo, ni con el amor, ni con los deseos. Una causa que tiene que ver con los derechos humanos y con el estatus de ciudadanía que todavía hoy, en pleno siglo XXI, algunos pretenden seguir amparando en los privilegios de la heteronormatividad.

Octavio Salazar Benítez, Catedrático de Derecho Constitucional, Universidad de Córdoba

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