Gloriana, la reina, la mujer

Teresa Fernandez Herrera.

Una obertura de música renacentista ayuda a crear el ambiente de la época en la que suceden los hechos y en el que desde ese momento va a estar inmerso el espectador. La sabiduría musical de Benjamin Britten oscila a lo largo de cerca de tres horas entre la majestad del personaje de Elizabeth I, siempre con música evocadora de ese final de siglo XVI y la música del siglo XX con la que el compositor retrata a la mujer, siempre sola, tierna o vulnerable, con ese fondo desdichado que arrastra desde su terrible infancia. Bajo la batuta del director musical del Teatro Real de Madrid, el británico Ivor Bolton, todo resulta tan creíble como si fuéramos testigos tan directos como los que aparecen en escena.

El director de escena, David McVicar, otro británico ya conocido por los seguidores operísticos madrileños y reconocido mundialmente por la excelencia de su dirección de actores, se apunta con Gloriana uno de sus mayores éxitos. Estamos en la corte inglesa hacia el año 1598, ante una reina con poderes absolutos sobre vidas y haciendas, permanentemente en escena y a la que vemos impersonar de un momento para otro a dos personajes antagónicos, el oficial y el que debe ocultar a los ojos de todos, menos a los de su querido conde de Essex, que no la ama en absoluto pero sí se sirve del amor de la mujer reina para trepar políticamente, ante la mirada amenazante de sus poderosos enemigos, el ministro Sir Walter Raleigh y el secretario de estado Sir Robert Cecil, astutos manipuladores sutiles de las decisiones y deseos de la reina. El peligro latente o manifiesto se masca en todo momento. Al final lo que se vive es que tanto la mujer como la reina están dramáticamente solas, gracias al mérito de la labor actoral de McVicar.

El trabajo de Anna Caterina Antonacci, vocal y actoralmente es extraordinario. Robert Devereux, conde de Essex en el reparto visto en el ensayo general es Leonardo Capalbo. Él y el resto de personajes, David Soar en Raleigh, Leigh Melrose en Cecil, Paula Murrihy en la condesa de Essex, Sophie Bevan en  Lady Penélope Rich y Duncan Rock en Lord Mountjoy son excelentes secundarios al personaje único de la reina Elizabeth I.

Hay algunos momentos cumbre en el desarrollo operístico y escenográfico de Gloriana. El del acto primero escena segunda, escena íntima, deliciosa, llena de ternura y sinceridad amorosa, despojada de toda majestad de Elizabeth ante su amado Robin  -como ella le llamaba en la intimidad- en la que también suena esa primera canción con laúd que canta Essex para entretener y alegrar a la reina, que luego, en el epílogo de la ópera tendrá una enorme trascendencia musical y dramática, anterior al silencio solo roto por el recitativo de la reina para justificar ante sí misma la decisión de ajusticiar a Essex, diciendo que ella solo quiere servir a su pueblo, anterior a ese último momento intensamente dramático de su retirada en silencio y majestad de la escena que pone fin a la narración de la historia. Otro hito en su gestación, el extraordinario entendimiento y complicidad entre compositor y libretista, Britten y Plomer.

El acto segundo cuenta con dos escenas altamente significativas: La mascarada que ofrecen en honor a la reina en su visita a Norwich. Pero no hay invitados cercanos a Elizabeth. Todo para ella, pero ella está sola. La mascarada teatral tiene segundas y hasta terceras lecturas. Es como un espejo de su propia vida y de sus propios personajes. Y ella es consciente de esa aparente alegría con su poso de amargura y soledad en sus dos vidas.

Sus celos de la joven esposa de su joven amante, Frances, consentidora de la relación de su marido con la real persona, primero porque en esos tiempos era imposible escapar a los deseos de un soberano absoluto, un honor que si se rechazaba iba a tener consecuencias trágicas. Y sobre todo porque Frances es muy consciente de que los objetivos de poder de su marido dependen de su relación con la reina y sabe lo que trata de conseguir de ella. Pero los celos de la reina son desvelados, en cierto modo ridículamente, cuando se apropia de un lujoso vestido de la mujer de su amante y lo luce en público. ¡Pobre Elizabeth, pobre poderosa reina! La música pone el énfasis a esta triste situación, que lejos de demostrar su poder, desvela su rabia impotente, su vejez ante la juventud tanto de Robin como de Frances. Cree humillarla, pero solo se humilla ella. Finalmente revela el nombramiento de Essex para lo que él quería: Lord teniente de Irlanda.

El acto tercero comienza con la escena más dramática de la obra. El amante, de regreso de Irlanda, donde ha hecho un trabajo desastroso, entra en los aposentos de la reina y la encuentra tal como es, despojada de toda apariencia majestuosa. Sin peluca, sin maquillaje, en camisón, descalza, una pobre anciana desvalida. Pero con ese encuentro no anunciado el conde de Essex ha iniciado el proceso que desembocará en su ejecución.

Acusado de incompetencia y deslealtad a las que no es ajeno Robert Cecil, el pobre ambicioso comete su último error. Tratar de reunir allegados a su causa para declarar traidores a Raleigh y a Cecil. Error inútil. El traidor es él.

La reina y la mujer se debaten entre firmar o no la sentencia de muerte en una escena musicalmente crucial. Finalmente firma, en un gesto compulsivo de rabia desencadenado por la hermana del conde, Lady Rich, otra ambiciosa que trata de poner ante la reina unas virtudes que el hermano no tiene. Él muere y ella inmersa en las divagaciones de su mente contempla el tiempo final que la espera, en majestad y soledad.

La refinada dama del Renacimiento, la poderosa reina son como una hermosa máscara para una mujer que pese a todo, nunca ha vivido como hubiese querido. Por eso todo acaba en el intenso dramatismo de un silencio.

En cierto modo se entiende que la Gloriana de Britten actuase como un aldabonazo en las conciencias de los poderosos que contemplaron su estreno, incapaces de afrontar la realidad inoportuna de una obra maestra que ellos habían deseado para glorificar no solo a la llamada Reina Virgen, cuya virginidad fue más un asunto de política de estado que una decisión personal, sino también a una joven Isabel II que quizá soñaban como renovadora de glorias pasadas en un presente difícil y un imperio irrecuperable.

65 años más tarde y hasta el 24 de abril, puede vivirse este impresionante drama, con música, arias, cantos, silencios y actuaciones impresionantes de algo que ocurrió y sigue ocurriendo todos los días. La tragedia de los múltiples personajes creados por la mente humana.

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