La COVID-19 confirma lo que todos sabíamos: que el mundo escapa a nuestro control

por Carlos Alberto Blanco

 

La pandemia de la COVID-19 representa una dura e inesperada cura de humildad para nuestras tentativas de adelantarnos a una realidad tan anárquica como compleja. No hace sino confirmar lo que todos sabíamos: que el mundo escapa a nuestro control.

Es cierto que algunos científicos, filántropos y asesores gubernamentales advirtieron sobre el peligro de epidemias masivas, pero también lo es que sus mensajes nunca trascendieron lo suficiente. Con la excepción de determinadas voces que parecían predicar en el desierto, muy pocos consideraron una pandemia de estas características como un auténtico desafío global, frente a cuya inminencia todos tuviéramos que dedicar ingentes esfuerzos.


Conferencia de Bill Gates, en 2015, en la que advirtió de que no estábamos preparados para una nueva pandemia.

Por mucho que sepamos o que creamos saber, nunca podemos controlar del todo la realidad con el intelecto. Esta pandemia, este cisne negro que nadie o casi nadie presagió, muestra la envergadura de nuestra ignorancia y, más aún, la insuficiencia de los precedentes históricos para entender el presente. Quienes, cual nuevos oráculos de Delfos, gurús omniscientes o inopinados aprendices de futurología, aseguraban que la humanidad y el desarrollo tecnológico habían alcanzado una velocidad de escape, una inercia positiva e irreversible, han tropezado con la cruda y dolorosa realidad.

Tardaremos en volver a hablar sin ruborizarnos de hombres dioses, conciencias artificiales que nos reemplacen por completo, superaciones de la naturaleza humana y otra clase de propuestas hoy por hoy utópicas. Pocos se atreverán a repetir que vivimos en la mejor etapa de la historia, reminiscente del mejor de los mundos posibles. Nos percataremos de que el progreso no está garantizado, de que no constituye una ley inexorable de la historia.

Adquiriremos una conciencia más profunda de la fragilidad humana, de nuestra vulnerabilidad intrínseca, de la finitud y de la debilidad que nos son consustanciales. Solo me permito esperar que esta súbita reducción de nuestras expectativas no nos impida aspirar a mejorar el mundo, como siempre hemos hecho los seres humanos.

El coronavirus ha surgido repentinamente en China y con rapidez asombrosa se ha extendido por este mundo globalizado. Cuando las televisiones mostraban imágenes de Wuhan difícilmente podíamos creer que países europeos como Italia y España fueran a enfrentarse a una situación tanto o más grave. Parecía inconcebible que estuviéramos abocados a un destino similar al de esa provincia asiática.

Confiar en la ciencia

Un virus insospechado pone en jaque a nuestra civilización y, aunque estoy convencido de que disponemos de los recursos materiales e intelectuales para derrotarlo, esta crisis, esta catástrofe global, nos obliga por ahora a resistir, a trabajar y a confiar en la ciencia y en la capacidad que tenemos para organizarnos y cooperar. Supone también un aviso de que los mayores retos no se encuentran solo en lo grande, en el clima o en la geopolítica, sino también en lo pequeño (virus, bacterias, intoxicaciones alimentarias,…).

Ciertamente, debemos, más que nunca, continuar consagrando enormes esfuerzos a combatir desafíos como el cambio climático y la proliferación nuclear. Sería un profundo error subestimarlos, porque entrañan amenazas reales para el futuro de la humanidad. No obstante, tendremos que pensar también, y mucho, en otros retos a los que deberíamos haber prestado mayor atención, sin tolerar que cuestiones tan trascendentales para nuestro porvenir se eclipsen mutuamente.

La pandemia subraya, asimismo, la importancia de invertir más en investigación científica, porque solo la ciencia, solo el conocimiento fiable y compartidofrente a la mentira y la propaganda—, puede salvarnos de una crisis tan letal para la especie humana. Más aún, será preciso fomentar la cooperación entre todas las ramas del saber, porque además del problema estrictamente científico tenemos ante nosotros un colosal reto humano: el de pensarnos como especie y el de anticiparnos a futuras adversidades.

Lo que vivimos estos días aciagos supone también una llamada a la solidaridad entre individuos y países. Sin solidaridad, el proyecto europeo pierde vigencia y sentido. La Unión Europea no nació para convertirse en un mercado único o en un mero agregado de nacionalidades, sino en una entidad más ambiciosa, en un proyecto político y social comprometido con los ideales de justicia y cooperación. La lenta y torpe reacción europea ante la pandemia pone de relieve las carencias de la Unión, la falta de integración real.

Nos arriesgamos a construir no ya una Europa de dos velocidades, sino dos Europas, escindidas en una especie de sistema de castas que condene a los países meridionales a un atraso permanente con respecto a sus teóricos socios septentrionales. Y si Europa, el continente más rico y avanzado del mundo, se encuentra en una situación tan dramática, ¿qué no ocurrirá cuando el virus se propague por África? ¿Cómo contendrán la pandemia países con un sistema sanitario tan endeble?

Nadie a los mandos de la globalización

Hemos sido capaces de globalizar económicamente el mundo, pero hemos fallado a la hora de establecer instituciones que gobiernen esa globalización. Aunque el mundo se halle más interconectado que nunca, desde una perspectiva política no hemos conseguido crear instituciones que contrarresten las pulsiones soberanistas de los Estados, tanto como para permitirnos reaccionar coordinadamente y con espíritu de cooperación a retos de esta envergadura. Una globalización económica sin una gobernanza global concomitante, ¿adónde nos conduce?

Por fortuna, el coronavirus ha desencadenado una espiral de generosidad y de humanismo que debería enorgullecernos profundamente. Allí donde el virus solo produce enfermedad, muerte y destrucción, muchos están actuando con responsabilidad, solidaridad y creatividad. El virus es enemigo de toda la humanidad, y en situaciones tan críticas como esta nos damos cuenta de que, más allá de nuestras diferencias culturales, religiosas e ideológicas, ante todo somos humanos.

Más que nunca, lo que está en juego es la subsistencia de nuestra civilización humana, y solo podemos esperar que tanto la ciencia como nuestros sistemas de organización social nos ayuden lo antes posible a superar esta debacle global.

No debemos sucumbir al miedo

Sin embargo, será muy difícil desprenderse de la sensación de incertidumbre colectiva que ahora nos invade. Por muy optimistas que queramos ser, es probable que se avecinen tiempos oscuros para nuestra civilización.

Tendremos que reajustar o incluso reconsiderar muchos aspectos de nuestra organización social y de nuestras vidas individuales. Pero no debemos sucumbir al miedo. Debemos permanecer alerta ante una naturaleza que no vela por nuestra suerte, mas no abismarnos en el temor y en el pesimismo. La humanidad ha superado peores crisis y siempre ha salido reforzada en el largo plazo.

Esta terrible pandemia, que provoca un sufrimiento tan inenarrable, nos obligará a perfeccionar nuestro conocimiento de virología y epidemiología para anticiparnos a futuras crisis, cuyas consecuencias podrían resultar aún más catastróficas en un mundo tan interconectado como el nuestro. También nos conminará a mejorar los mecanismos de protección social y a invertir más en nuestros sistemas públicos de sanidad.

En medio de una crisis sanitaria que amenaza con desatar una crisis económica, social y política a gran escala puede parecer ingenuo expresar una profesión de fe optimista en el futuro y en las posibilidades de la humanidad.

¿Podemos albergar esperanza? Sí, podemos

Ante este panorama tan desolador, con hospitales colapsados, contagios masivos, falta de material, sanitarios que se juegan la vida cada minuto, ancianos que mueren solos en las residencias, ¿podemos aún albergar esperanza? No sólo podemos, sino que debemos.

¿Acaso no es ahora más necesario que nunca creer, con inusitado vigor, en nuestras capacidades como especie para salir reforzados? Solo podemos seguir confiando en el uso de la razón para comprender mejor el mundo y para anticiparnos, en la medida de nuestras posibilidades, a un futuro siempre incierto.

Aprenderemos mucho de esta pandemia tan deshumanizadora y de la espiral de sufrimiento que ha generado. Ser humano exige aprender incluso de las situaciones más adversas. La creatividad brilla siempre en los escenarios límite y esta dialéctica inesperada ha de obligarnos a repensar nuestras prioridades, nuestros desafíos, nuestra común humanidad.


La versión original de este artículo ha sido publicada en la Revista Telos, de Fundación Telefónica.


Carlos Alberto Blanco Pérez, Profesor de Filosofía, Universidad Pontificia Comillas. Pmparte cursos de teoría del conocimiento, diálogo intercultural y filosofía de la religión. Estudió simultáneamente las carreras de filosofía, química y teología, y entre 2009 y 2011 disfrutó de una estancia como "Visiting Fellow" en la Universidad de Harvard, becado por la Fundación Caja Madrid. Doctor en filosofía (2011) y en teología (2010), llegó a Comillas en 2014 y está interesado en filosofía de la ciencia, teoría de la mente, el concepto de creatividad, la historia y la filosofía de las religiones y la egiptología.
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