La diáspora china

Barrio chino en Londres. Fuente: Aurelien Guichard.

por Meng Jin Chen


A pesar de su destacable presencia por el mundo, la diáspora china es una de las más desconocidas y menos integradas en sus países de acogida. No obstante, esta tendencia está experimentando su transformación: el choque cultural entre unos migrantes chinos que hacen un enorme sacrificio para perpetuar sus negocios y una segunda generación en busca de su libertad para vivir mejor que sus padres emerge como un fenómeno generacional irreversible.

Autoexplotación, sacrificio y prosperidad

En España es frecuente la expresión “trabajar como un chino”. Este estereotipo que ha adquirido la comunidad china residente en el país tiene su origen en la particular organización colectiva que mantiene y su escasa demanda de servicios y prestaciones sociales ofrecidas por las instituciones públicas: algunos profesores de centros educativos se quejan a veces de la poca interacción de los padres chinos con las autoridades escolares, rara vez acuden a los centros sanitarios a pesar del gran porcentaje que aportan a la Seguridad Social y son también los grandes ausentes en los programas sociales destinados a inmigrantes promovidos por el Estado.

Todo apunta a que los chinos son los que menos asistencia reclaman del Estado en el que residen en comparación con otros colectivos de inmigrantes. Esto se debe a que, por una parte, el colectivo cuenta con unas fuertes redes de apoyo y cuidado intergrupal. Los chinos consideran que la solidaridad y la ayuda a sus compatriotas en el extranjero es una característica de su pueblo, por lo que sería muy improbable ver alguna vez a algún chino viviendo debajo de un puente en Occidente. Esta ayuda es todavía más efectiva cuando existen vínculos de parentesco —según la filosofía confuciana, esto implica obligaciones sociales de solidaridad y sacrificio personal por el bien del familiar— o incluso un mero sentimiento de cercanía por compartir el mismo lugar de procedencia. Por otra parte, esta estructura de apoyo y ayuda mutuos está intrínsecamente relacionada con un profundo orgullo cultural que se proyecta en sus esfuerzos por presentar una imagen fuerte e independiente de cualquier ayuda exterior.

No obstante, este sistema de protección y cuidado recíprocos también tiene sus límites. En un estudio realizado en Francia sobre la inmigración china se pudo constatar que la red de ayuda familiar no significa un apoyo incondicional basado en el desinterés financiero: la solidaridad se mide en criterios monetarios y según la posición social del solicitante. Lo más preocupante es que, en algunos casos, la solidaridad puede transformarse con el tiempo en situaciones de violencia, aislamiento y explotación entre compatriotas, pues a menudo las víctimas de estas prácticas se limitan a contener su enfado y prefieren reservarse la injusticia en vez de denunciar lo ocurrido por miedo a una venganza mayor y cierto desconocimiento del funcionamiento del sistema judicial en el país de acogida.

A pesar de estos fallos y abusos ocasionales, sin estas redes de solidaridad habría sido prácticamente imposible consolidar tantas empresas familiares que constituyen el núcleo económico de millones de chinos que han venido a Occidente para buscar una vida alternativa. La empresa familiar, en tanto motor de desarrollo y de éxito económico, se ha convertido en un icono dentro del mundo chino. A menudo, el éxito económico se ha asociado con la reproducción y extensión de la lógica interna de la empresa familiar agraria en la China tradicional; los inmigrantes chinos han adaptado sus valores, su forma de organización social y su visión del mundo a las nuevas circunstancias en el extranjero. La idea consiste en lograr que la familia sea la propietaria de sus medios de producción —en forma de restaurantes, bazares y tiendas— para que todos los miembros puedan trabajar para sí mismos, sin tener que vender su mano de obra a terceros.

Tradicionalmente, el límite a la prosperidad de una familia lo imponía el mecanismo de la herencia: la división del patrimonio familiar entre los hijos varones y las dotes entregadas a las hijas que se casaban hacía que cada nueva generación heredase menos. Las familias se veían obligadas con frecuencia a enviar a algún miembro al extranjero para que contribuyera a mejorar su situación económica. Emigrar solía ser, por lo tanto, una decisión familiar antes que individual, razón por la cual los migrantes tienden a seguir estrechamente vinculados a sus familiares en China, ya sea para pagar sus deudas por haberlos ayudado a salir del país o bien para enviarles remesas con el fin de asegurar el futuro próspero de la familia.

Una vez en el extranjero, lo que más sorprende a los occidentales es la ética del trabajo de los migrantes chinos: su disposición a esforzarse hasta los extremos en el trabajo y autoexplotarse aguantando extensas y duras jornadas laborales sin descansar —ni siquiera estando enfermos— responde al ideal de buscar el bienestar material a largo plazo y la seguridad del grupo al que se pertenece y con el que todos los miembros se identifican más estrechamente: la familia. El objetivo principal es trabajar y hacer la máxima cantidad de dinero posible, generalmente para luego volver a China a los 50 o 60 años, cuando son incapaces física y psíquicamente de seguir sacrificándose en el trabajo, ya han formado una familia y han cumplido su deber como padres.

Este retorno al país de origen también obedece a la lógica confuciana: por una parte, añoran su país natal y su profundo nacionalismo los hace retornar a su madre patria para pasar sus últimos años de vida; por otra parte, deben cumplir con la obligación social —y legal en el caso de nacionales chinos— de cuidar a sus ancianos padres. Sin embargo, muchos migrantes chinos que han trabajado en países con un fuerte Estado del bienestar no descartan la posibilidad de volver a sus países de acogida si enferman para beneficiarse del sistema de la seguridad social, ya que en China la sanidad sigue siendo muy cara.

Sea como fuere, en la búsqueda del bienestar material y la prosperidad a largo plazo es indispensable una gran capacidad de ahorro y de aplazamiento de las satisfacciones, limitando los gastos hasta extremos difícilmente comprensibles para el baremo de consumo en las sociedades occidentales, pues se satisfacen solo las necesidades vitales mínimas a pesar de poseer medios económicos que permitirían una mayor comodidad en el consumo. Gastar el dinero en el disfrute personal es criticado duramente entre la diáspora, todo lo contrario de lo que ocurre con las nuevas generaciones que vienen de China a completar sus estudios en la universidad, pues la enorme mejora en la situación económica del gigante asiático ha posibilitado la acumulación de riqueza en muchas familias. Esto, a su vez, permite a los padres enviar a sus hijos a estudiar en el extranjero, muchos de ellos ya acostumbrados a llevar una vida holgada y cómoda sin necesidad de abrazar la frugalidad de las generaciones anteriores.

¿Tradicionalismo o cambio?

Estudiantes chinos en el extranjero —gris claro— y aquellos que vuelven a China después de graduarse —gris oscuro—. Cada vez más chinos apuestan por volver a su país para trabajar tras recibir su educación en el extranjero, hecho claramente relacionado con el gran avance económico que está experimentando China en los últimos años. Fuente: China Daily

Las redes de apoyo entre compatriotas, el rechazo a la ayuda procedente del exterior, la obediencia sin rechistar hacia los mayores de la casa, el sacrificio en el trabajo y el ahorro como pilares fundamentales de la prosperidad familiar son valores inseparables de los migrantes chinos, pero ¿sus hijos educados en Occidente heredarán estos principios? Hoy en día, esta es una pregunta sin respuesta.

 

La nueva generación será diferente de sus padres, nacidos y criados en una sociedad distinta; se educarán desde niños en el país de acogida y probablemente querrán integrarse como miembros plenos de esa sociedad. Pero ser ciudadano de un país occidental con unas raíces culturales lejanas y unos rasgos físicos no caucásicos puede plantear numerosos desafíos, sobre todo relacionados con la preparación para convertirse en adultos aceptablemente integrados, capaces de contribuir a la prosperidad de su país de acogida.

Tal vez sea demasiado generalista asumir que no existe una integración efectiva de la segunda generación de la diáspora china en las sociedades de acogida o que es inevitable la inmersión de estos inmigrantes y su descendencia en la cultura del país receptor; todo depende de cómo los hijos de esta diáspora sean capaces de responder no solo a los choques de la biculturalidad, sino también a las barreras que frenan su inserción plena, como los estereotipos incesantes basados en la raza o etnicidad. Por esta razón, no se puede saber de partida si los hijos de estos migrantes chinos se aferrarán a sus raíces o se adaptarán progresivamente a los valores y la forma de pensamiento occidental: los padres querrán preservar gran parte de los elementos de su identidad cultural, mientras que la sociedad receptora empuja en la dirección contraria.

La personalidad de cada uno, las vivencias personales, las percepciones de discriminación y autoestima o el nivel de educación son variables fundamentales que influyen en la decisión de estas flores de la diáspora de seguir el camino de sus padres en busca de la prosperidad familiar o, por el contrario, otras vías alternativas más cercanas a la búsqueda de una integración completa en el país de acogida de sus padres. Queda por saber qué tipo de políticas desarrollarán los Gobiernos occidentales para mejorar la calidad de vida de estas personas, pero también cabe preguntarse qué puede hacer la diáspora —y, sobre todo, su descendencia— para contribuir a la armonía y el equilibrio social.


Meng Jin Chen

Huelva, 1996. Analista de El Orden Mundial. Graduada en Relaciones Internacionales por la UCM. Española de ascendencia china, especialmente interesada en Asia-Pacífico, la construcción de identidades culturales y prevención de conflictos.

@mengjinchen96
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