“La espía roja” de Trevor Nunn: cuando la ficción se aproxima a la realidad

“¿Por qué debe un bando sufrir mucho más que el otro? Si para hacer algo bueno debes hacer algo malo… quizá esté bien”.

Esta encantadora película es la increíble historia, real aunque el cine es el cine, de Melita Norwood, una espía británica del KGB, agente doble que respondía al apodo de “Hola”, acusada con 87 años cumplidos de compartir secretos nucleares británicos con la Unión Soviética cuando, recién licenciada en Física, trabajaba en la Asociación Británica de Metales No Ferrosos.

Realizada por Trevor Nunn (conocido director teatral de montajes como “Los miserables” o “Noche de Reyes”) a partir de un guión adaptación de la novela del mismo título (“Red Joan” se llama la versión original de la película) de Jennie Rooney, está protagonizada por la insuperable Judi Dench (Oscar a la mejor actriz secundaria por “Sheakespeare in love” en 1999, “La reina Victoria”, “Filomena”), en el papel de la espía anciana, y Sophie Cookson (“Kingdman: servicio secreto”, “Gypsy”) en el de la joven Melita, que en la ficción se llama Joan.

«Yo no era más que una sombra en ese universo dominado por los hombres. Invisible… y finalmente poderosa». En un pueblo de Inglaterra, Joan Stanley, la típica ancianita inglesa de la que nadie sospecharía nunca que pudiera ser enemiga del estado, pasa sus días cuidando el jardín. Una mañana, llaman a su puerta unos agentes de los servicios secretos MI5 que se la llevan detenida por traición.

Acaba de salir a la luz uno de los mayores casos de espionaje del KGB en el Reino Unido, y Joan es una de las sospechosas. Un salto hacia atrás en el tiempo revela la manera en que Joan fue captada cuando era estudiante y en la Universdad de Cambridgey se enamoró de Leo (Tom Hugues, «Sex & drugs & Rock’n’Roll», «The Incident»), un ruso seductor y manipulador que fue influyendo en la visión que la joven tenía del mundo. Terminada la guerra, Joan entra a trabajar en un centro secreto de investigación nuclear y enseguida se verá obligada a traicionar a su país para salvar al mundo de una catástrofe. La teoría de Joan era que si “todos saben todo” no habrá razones para apretar el botón rojo. Lo que finalmente le incita a pasar información es la devastación causada por las bombas atómicas estadounidenses en Japón.

La realidad es que Melita Norwood –quien después de pasar información al KGB se casó, se marchó a vivir a otro país, adoptó un hijo, se quedó viuda y regresó a Inglaterra- pasó desapercibida hasta que en 1999, durante una investigación del catedrático de la Universidad de Cambridge Christopher Andrew en varios archivos desclasificados del KGB, apareció el nombre de la espía “Hola”.

La investigación acabó descubriendo que correspondía a Melita, una simpática anciana que a los 87 años fue descubierta públicamente como uno de los principales enlaces con Moscú.

Aquel día su hijo se enteró de que su madre había sido espía. En 1937, cuando tenía 25 años, Melita entró a trabajar como secretaria en la Asociación Británica de Metales no Ferrosos, una tapadera de los experimentos nucleares británicos. Tras la segunda Guerra Mundial  se levantaron sospechas al comprobar que algunos logros de los soviéticos coincidían con los británicos, pero nadie pensó nunca en Melita.

En una improvisada rueda de prensa, en el jardín de su casa de Bexleyhead, al sur de Inglaterra, una vez que la dejaron en libertad teniendo en cuenta su avanzada edad, explicó que había  tomado la decisión de compartir los documentos secretos que pasaban por sus manos con los rusos “para ayudar a impedir la derrota de un nuevo sistema que había, a un alto coste, dado a la gente de a pie alimentos y precios que podían permitirse, ofreciéndoles educación y un servicio de salud”.

Historia de espionaje que incluye dos historias de amor, el marco de una relación madre-hijo y algunas consideraciones éticas sobre el armamento nuclear, bien interpretada por las dos mujeres que generan una corriente de empatía en el espectador.

Los personajes masculinos son bastante tópicos en cambio. La belleza de la historia se encuentra precisamente en el hecho de que no se trata de espías que saltan de helicópteros ni devoran kilómetros en deportivos rojos biplazas, sino de ciudadanos “ordinarios” que podríamos haber tenido de vecinos en algún momento.

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