La llamada del mar

Recuerdo que, en el pueblo, decían que estaba loco. Supongo que serían habladurías, de esas que corren de boca en boca, ¡ocurre en todos los pueblos! Este es uno de tantos. Está situado junto a una playa solitaria, con un viejo faro en ruinas que parece surgir de la superficie del mar como un náufrago melancólico. Sus callejas, retorcidas y tortuosas, están unidas entre sí por multitud de escalerillas; parece que las casas están superpuestas unas con otras. Y, al otro lado, se levantan las enormes montañas que velan día y noche por su paz. Unas montañas cuajadas de pinos que, cuando el viento trae el aroma a campo, a resina y se mezcla con el sabor a sal, parece que el cuerpo flota, vuela por encima de todo, saliéndose de la realidad. Entonces es posible creer en leyendas, en los cuentos de las abuelas, en las historietas de la plaza.

En el muelle se crió él. Era un muchacho triste, con el pelo muy negro y los ojos muy claros, verdes, como el mar, su único amigo. Pero él vivía en una casita blanca, al otro lado del pueblo, en una calle empedrada que iba a morir al pie de las montañas, alejada del barrio de los pescadores. Quizá conocía mejor que nadie, aquel olor a resina cuando el viento llamaba a su ventana. Los pinos, a veces… o, casi siempre -según quien los mire-, son negros. Para él, que sabía toda la verdad, los pinos fueron siempre negros. Por eso, tal vez, no le gustaba mirarlos.

Vagaba siempre por el puerto, como un vagabundo y, al atardecer, bajaba hasta la playa y se pasaba las horas muertas junto a su barca: una pequeña barca, sin nombre, anclada en la arena, que nunca había sentido el contacto del agua por sus maderas. Se sentaba allí las noches de luna llena, mirando hacia el cielo estrellado, sintiendo la arena bajo su cuerpo y, a la mañana siguiente, volvía al puerto y contaba extrañas historias de sirenas que se acercaban a él cada noche, que cantaban indescifrables melodías y le hablaban en un idioma lejano. Todos se reían.

Fue pasando el tiempo y aquel muchacho se hizo un hombre. Pero no abandonó sus antiguos hábitos como el andar descalzo por el puerto, ver anochecer desde el viejo faro, acariciar suavemente las maderas de su barca y… ¡escuchar el canto de las sirenas! Ese canto que a él le fascinaba y, que nunca nadie, se detuvo a oír vibrar aquellas dulces notas que podían ser capaces de convertir en locura, los pensamientos más firmes de cualquier hombre. Eran unas notas que embriagaban los sentidos hasta conducirlos a un pleno descanso, como un vino dulce que entra poco a poco… y sentía pesadez en los brazos, en las piernas… ya era imposible moverse de allí, bajo la luz de la luna y de las estrellas, con la única obsesión de acariciar alguno de aquellos cuerpos, mitad piel, mitad escamas. Quizá se estaba volviendo loco creyendo que alguna se le acercaría.

Pero así fue. Una de esas fantásticas criaturas se le acercó una noche húmeda. Cada vez, se repetía la misma escena. Bajaba hasta la playa y hablaba con el viento, esperando verla. Poco a poco, su sencilla felicidad empezó a adquirir una forma extraña: mitad mujer, mitad pez.  Un perfume de algas se impregnaba en su piel y un sabor a sal en sus labios le hacía sentir que ese amor era real. Porque él la sentía entre sus brazos, tocaba su cuerpo y ese canto extraño iba dedicado a él. Y así pasaron semanas, meses… Tal vez una ola violenta le avisaba de que ella estaba a punto de llegar, la arena se humedecía y el aroma a algas se volvía muy intenso. Entonces, se acercaba hasta la roca para fundirse con su sirena. Sólo que, hubo una noche en que las olas acudieron solas a la cita y la marea le murmuró algo extraño que no pudo entender.

Cuentan que, esa mañana, al amanecer, descubrieron que la barquita ya no estaba en la playa y, un profundo silencio, rodeó la casa encalada que dormía al pie de las montañas. Aquel día, el mar tenía un color oscuro, igual que los pinos, como un presagio de inmensa soledad.

Algunos, los más atrevidos, dicen que le vieron, esa noche, corriendo por la arena y que encontraron y corazón formado de caracolas, que la marea había subido más de lo normal, y casi no se podía llegar a la pequeña roca. La luz del faro había dejado de brillar. Las estrellas también. Quizás, quiso ir a buscarla, naufragó, murió ahogado. Tal vez, perdió el rumbo y las juguetonas olas le engañaron. Acaso el mar, su único amigo, le robó ese gran amor… ¡Quién sabe!

Jamás me creí esta historia aunque, reconozco que despertó mi curiosidad.

Hoy, en cambio, he notado una extraña sensación al pasear por la playa. Era como si alguien me estuviese observando y vigilase cada movimiento mío. No podía sentirme ajena a aquella situación porque, me daba la impresión, que ese viento que azotaba las olas, dejaba en mi piel una caricia cargada de reproches. Tenía en mis labios sabor a sal y el olor de los pinos subió hasta mi cabeza. Pensé en los cuentos de mi abuela, en las leyendas que oí contar, en lo que comentaban en la plaza… Un escalofrío recorrió todo mi cuerpo y tuve miedo, quizá porque la noche empezaba a cubrir con su negro tul el cielo. Las casas encaladas… empecé a verlas negras, como los pinos  –los pinos son siempre negros-, como el mar –el mar, a veces, también-. Y, al correr por las empinadas calles camino de mi casa, he visto una sombra que ascendía por la calleja que va a desembocar al pie de las montañas. Y he visto a un viejo de pelo cano, tambaleándose, y el humo gris de una pipa, perdiéndose en la oscuridad de la noche ¿Era él?, no puedo decirlo. Sólo sé que, después de eso, ya no he vuelto a tener miedo. Sé que una inmensa paz llenó todo mi cuerpo. Me mantenía en pie la fe, en algo que no podía entender.

Tal vez mañana cuenten en el puerto que aparecieron unas maderas rotas en la arena, y los más atrevidos, acaso, no se callen lo que yo también pude ver con mis ojos. Entonces, los que no creen en leyendas ni en los cuentos de las abuelas, harán que aquella bonita historia de sueños y sirenas, quede en el olvido, e inventarán otra que sustituirá a aquel loco, amigo del mar, enamorado de una fantasía, por un simple borracho, solitario y embustero, que veía visiones en su delirio. Y el naufragio no será en espuma de mar, sino en espuma de cerveza.

Yo prefiero callar y empezar a creer. Cerraré los ojos para encontrar la respuesta de por qué acabó así. Si es que jamás la pudo encontrar y estuvo perdido entre las mareas, hasta que su esperanza dejó de encontrar puertos, sin estrellas que marcaran un destino y tiró por la borda su querido sueño… o es que, acaso, consiguió tenerla entre sus brazos y, el mar, su fiel amigo, ¡su único amigo!, mudo testigo de su amor, finalmente, en un impulso de egoísmo, de venganza, de obsesión… ¡qué sé yo!, se la arrebató.


Mari Ángeles Solís del Río 

@mangelessolis1