La revolución digital requiere un nuevo contrato social

Albert Cortina

La Declaración de Independencia del Ciberespacio es un texto presentado en Davos (Suiza) el 8 de febrero de 1996 por John Perry Barlow, fundador de la Electronic Frontier Foundation (EFF). Fue escrita como respuesta a la aprobación en 1996 de la Telecommunication Act en los Estados Unidos.

El texto es una reivindicación que critica las interferencias de los poderes políticos que afectan al mundo de internet y defiende la idea de un ciberespacio soberano.

La Declaración afirma: “Estamos creando nuestro propio contrato social. Esta autoridad se creará según las condiciones de nuestro mundo, no del vuestro. Nuestro mundo es diferente. El ciberespacio está formado por transacciones, relaciones y pensamiento en sí mismo, que se extiende como una quieta ola en la telaraña de nuestras comunicaciones. Nuestro mundo está a la vez en todas partes y en ninguna parte, pero no está donde viven los cuerpos. (…) Debemos declarar nuestros «yo” virtuales inmunes a vuestra soberanía, aunque continuemos consintiendo vuestro poder sobre nuestros cuerpos. Nos extenderemos a través del planeta para que nadie pueda encarcelar nuestros pensamientos. Crearemos una civilización de la mente en el ciberespacio. Que sea más humana y hermosa que el mundo que vuestros gobiernos han creado antes».

Como podemos deducir de su enunciado, el utopismo ácrata se oponía a cualquier regulación del ciberespacio por entender que con ello se reprimía la libertad de los cibernautas al tiempo que se reforzaba el poder estatal.

Pero la realidad no es tan simple. Paradójicamente, los grandes beneficiarios de la anarquía de internet no son los cibernautas particulares, sino las grandes multinacionales e, incluso, los aparatos de control social de los gobiernos. Los peligros de una utilización abusiva, incontrolada o criminal de ese espacio, plantean ahora, de forma apremiante, la necesidad de su ordenación jurídica.

En el ciberespacio las cosas son algo distintas que en la realidad: no tienen materia, las fotos pueden ser retocadas, las ideas circulan con mayor libertad… Algo similar sucede con los derechos, que sufren una digitalización. Esta digitalización de los derechos no consistiría más que en pasar los derechos de siempre por el tamiz de las características del mundo digital. Por ello, conviene determinar con la mayor precisión posible cuáles son las notas o características principales del mundo digital.

En cierto sentido, esa idea del utopismo ácrata del ciberespacio se enlaza mejor con una visión más ligada a la formación de una conciencia global híbrida artificial de escala planetaria y con las teorías sobre la Noosfera que con las visiones a corto plazo y mercantiles del ciberespacio ligadas a una mirada más pragmática sobre internet.

En esta última acepción, el ciberespacio es el ámbito de información que se encuentra implementado dentro de los ordenadores y de las redes digitales de todo el mundo. Es virtual, inexistente desde el punto de vista físico donde las personas o sujetos, públicas o privadas, desarrollan comunicaciones a distancia, exponen sus competencias y generan interactividad para diversos propósitos.

Revolución digital

El concepto de contrato social pertenece en su inicio al pensador Jean-Jacques Rousseau que, a mediados del siglo XVIII, escribió un libro del mismo título, considerado precursor de la Revolución Francesa y de la Declaración de los Derechos Humanos, que trataba de la libertad y la igualdad de las personas bajo estados instituidos por medio de un contrato social. Ese contrato era una suerte de acuerdo entre los miembros de un grupo determinado que definía tanto sus derechos como sus deberes.

Actualmente se alzan diversas voces que hablan de la necesidad de construir un nuevo contrato social que establezca las pautas de comportamiento de la nueva civilización que estamos alumbrando a partir de la presente revolución digital.

En esta línea, se enmarca el Manifiesto por un nuevo pacto digital, elaborado por Telefónica. José María Álvarez-Pallete, su presidente ejecutivo, afirma que “no vivimos en una época de cambios, sino en un cambio de época. Ha llegado el momento de alcanzar un acuerdo, un Nuevo Pacto Digital, que asegure que los beneficios de la digitalización estén disponibles para todos. La revolución digital precisa un marco renovado de valores y una modernización de políticas. Necesitamos una Carta de Derechos Digitales mientras las empresas deben asumir la responsabilidad del impacto de la tecnología en nuestras vidas”.

En términos generales el nuevo contrato social deberá, pues, tener en cuenta las transformaciones ocurridas en las últimas décadas y otros elementos que se han incorporado a las inquietudes centrales del planeta en que vivimos, como el cambio climático y la convergencia de las biotecnologías exponenciales.

El objetivo del nuevo contrato social debería condensarse en la extensión de la democracia en una doble dirección:

  • Ampliar el perímetro de quienes participan en la toma de las decisiones, ciudadanía política y civil,
  • Y extender el ámbito de decisiones a los derechos económicos y sociales —ciudadanía económica— que determinan el bienestar ciudadano.

Todo ello a partir de una gobernanza global, entendida como aquella manera de gobernar que se propone como objetivo el logro de un desarrollo económico, social e institucional duradero, que promueve un sano equilibrio entre el Estado, la sociedad civil y el mercado de la economía.

Tres generaciones

Karel Vasak, en una célebre conferencia para el Instituto Internacional de Derechos Humanos ofrecida en Estrasburgo en 1979, distinguió tres generaciones de derechos humanos.

Los derechos de la primera generación eran más de corte individual. Estos derechos humanos se consideran como derechos de defensa de las libertades del individuo. Ahí se exige la autolimitación y la no injerencia de los poderes públicos en la esfera privada: la tutela pública se produce de manera más pasiva, limitándose a una función de vigilancia para evitar intromisiones.

En la segunda generación están los derechos más sociales y programáticos: los derechos económicos, sociales y culturales. Son derechos de participación que requieren una política activa de los poderes públicos encaminada a garantizar su ejercicio.

Los de tercera generación están más relacionados con los intereses difusos. Un matiz muy característico de esta gama de derechos —donde está el derecho a la paz, a la calidad de vida, a la información…— es su forma de reivindicación difuminada, distinta a la protección individual o gubernamental de los precedentes derechos humanos.

Existe en la actualidad una preocupación creciente por el uso indebido de los grandes conjuntos de datos personales, con los que se puede lesionar la privacidad, la reputación o incluso la dignidad del ser humano. Los usuarios hemos perdido el control de nuestros datos y tenemos que recuperarlo.

Existe una creencia por la que parece que internet es un ámbito exento del cumplimiento de los derechos humanos y no es así. Lo que está prohibido o penado en la vida civil también debe estarlo en el entorno digital.

Cuarta generación

La cuarta generación de derechos humanos postulada en nuestros días está conformada por los derechos defendidos en la sociedad de la información, dentro de los cuales destacan los derechos digitales. Muchos de estos derechos, que ya se encontraban incluidos en los derechos de las anteriores generaciones, con el advenimiento del mundo digital se han desarrollado de tal manera que han adquirido una fisonomía propia.

Según la Declaración Deusto Derechos Humanos en Entornos Digitales de 26 de noviembre de 2018 la transformación digital ha traído indudables ventajas, algunas irrenunciables. Por tanto, la respuesta no puede articularse a partir de la frontal oposición a la tecnología sino mediante su humanización, y es este el principio que inspira dicha declaración, desde los siguientes compromisos:

  • La prioridad del ser humano sobre todas sus creaciones, como la tecnología, que está a su servicio;
  • La integridad de la persona, más allá del reduccionismo de los datos que pretenden cosificarla;
  • La prevalencia del bien común sobre los intereses particulares, por mayoritarios y legítimos que éstos sean;
  • La reivindicación de la autonomía y responsabilidad personales frente a las tendencias paternalistas y desresponsabilizadoras;
  • La equidad y justicia universal en el acceso, protección y disfrute de los bienes y derechos que posibilitan una vida digna del ser humano;
  • Y, finalmente, la especial atención a la protección de los menores por su mayor vulnerabilidad y el impacto que la transformación digital tiene en el desarrollo de su personalidad y en su educación.

La versión original de este artículo fue publicada en la Revista Telos, de Fundación Telefónica.


Albert Cortina (Barcelona, 1961) es abogado y urbanista. Profesor colaborador, Universidad Internacional de Cataluña. Director del Estudio DTUM. Impulsa un HUMANISMO AVANZADO para una sociedad donde las tecnologías exponenciales estén al servicio de las personas y de la vida, y no al revés. En este sentido, promueve la integración entre ciencia, ética y espiritualidad. A partir de esa cosmovisión, se dedica a capacitar a las personas mediante la INTEGRACIÓN de la responsabilidad tecnológica, ambiental y social, desde los principios y valores de una ÉTICA UNIVERSAL aplicada a los desafíos del futuro y a la innovación para el desarrollo sostenible. Su principal vocación es ser mediador, facilitador, tender puentes y gestionar de forma integrada ideas, valores y proyectos a favor del BIEN COMÚN.

 

Este artículo fue publicado originalmente en


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