No son los taxis

Estos años que vivimos figurarán en los libros de historia al mismo nivel que los de la revolución industrial, los de la invención de la rueda o los del descubrimiento del fuego; es lo que hay. Cuanto más tardemos en darnos cuenta, más traumáticas serán las consecuencias.

Desde que aceptamos llevar un teléfono inteligente en el bolsillo sentenciamos nuestro futuro, el de todos. Primero fueron los músicos y los productores audiovisuales, luego los libros y las tiendas, vinieron también los viajes, los hoteles, los coches compartidos, los envíos de los restaurantes a tu casa, ahora vienen los taxis, después será…

Sí, son grandes corporaciones las que ofrecen estos servicios. Trasnacionales que buscan los países con la fiscalidad menos onerosa para sus intereses y que precarizan el empleo hasta límites que rozan la explotación e incluso el esclavismo. Pero no, no han sido ellos los que nos han hecho llegar aquí; hemos sido nosotros mismos. Lo decidimos –sí, lo decidimos- el día que aceptamos portar ese infame aparato inteligente en nuestro bolsillo y usarlo para hacerlo todo desde ahí.

Pero antes de eso lo aceptamos el día que entramos por primera vez en una hamburguesería y consentimos llevar nosotros mismos la bandeja con enseres de plástico a nuestra mesa y a tirar los restos en las papeleras. Lo aceptamos también el día que decidimos echarnos nosotros mismos la gasolina en el surtidor para ahorrarnos unos céntimos en la factura. Lo decidimos el día que nos pusimos a buscar cómo ir a Australia pagando una miseria, dándonos igual si la compañía que nos transportaba era nacional o de las antípodas, si era la propietaria del aparato que nos iba a llevar o si era imposible saber la empresa que pagaba la nómina de la azafata que nos servía el café.

Claro que lo hicimos por necesidad. Porque nuestro dinero cada vez vale menos y hay que estirarlo y claro, queremos ir a Australia. Pero todos los actos tienen consecuencias y las estamos padeciendo ahora; paradójicamente estirar ese dinero que cada día vale menos nos hace cada día más pobres porque deteriora la calidad de nuestros empleos a la misma velocidad con la que nos abarata el precio de los productos y servicios que compramos.

Lo peor es que no parece que haya vuelta atrás; o nos adaptamos a estas transformaciones intentando sacar el máximo provecho de ellas o nos pasarán por encima. Y para adaptarnos a ellas tampoco estaría de más preguntarnos qué otras cosas hicimos mal, porque el crecimiento exponencial de los Uber o Cabify, por ejemplo, no se explica sólo con los avances tecnológicos; por mucho que estemos en este caso ante un mercado regulado, el cliente tenía mucho que decir y no ha sido para nada escuchado.

Aquí lo dejo porque me voy a la manifestación de apoyo al sector del taxi, aunque antes quiero buscar en mi teléfono quién y cuándo me lleva a Australia por menos de quinientos euros.