Todos somos Joker

Eduardo Flores

Me dije que no lo haría. Llegué a prometérmelo. Recuerdo haber comentado a alguien en algún momento que para hacerlo sería bajo seudónimo a modo de pasamontañas.

Aquí estamos, sin embargo. Y sí, tenemos que hablar de Joker.

Para quien esto escribe, decisiones como la de ir al cine o no, se toman en un segundo. Así que se pueden hacer cargo del impacto según leen.

Precedida de una orquesta de aplausos, ornamentada con los oropeles de la crítica y el premio, la cinta objeto de este articulín se salía de la pantalla mucho antes de tener la opción de ir al cine. Sí sabíamos los incautos que no nos disponíamos a ver otra de superhéroes. Era otra cosa. Y esa cosa te llamaba como lo hacen las campanas de una iglesia con sus feligreses.

No hace mucho alguien me señaló que suelo caminar con el cuello ligeramente inclinado hacia adelante y con la mirada perdida sobre el firme. He de decir que ya lo sabía; también que el recordatorio nunca está de más, no es bueno para las cervicales. Así pues me imagino -imaginen: tipo desaliñado, lamentando cierto ardor estomacal y el pelo largo recogido en una coleta- caminando en dirección al cine, otro incauto más aventurándose y en la noche y, esto era imposible de prever, hacia la locura. ¿Qué cojones es la locura?

Los improbables deberían saber que esto no es, ni mucho menos, una crítica. Mi cultura cinéfila es pobre y la maleta se ha ido llenando muy poco a poco, casi siempre movido por la intuición y los prejuicios, más que por el canon o el consejo. Joker es una película extraordinaria en la que Joaquin Phoenix hace de la interpretación una especie de poética alquímica. Poco más podría añadir, lo mío son los gorriones.

¿Se ha dicho algo ya sobre la influencia de Scorsese?

Y si a la ida -nos vamos a meter en el fango- hice el camino cabizbajo, tropezando en mis entretelas con no pocos temas de escasa relevancia (en esos momentos mis desvelos giraban en torno a la ausencia de todo otoño en otoño. Tengan, improbables míos, la tranquilidad de que la escasa lluvia de estos días me andan arreglando), a la vuelta ya era otro cantar: la respiración agitada, vigilante, inseguro, profundamente dolorido. Todo ello sin encontrar o, siquiera, poder buscar -esta incapacidad en particular es desazonadora como pocas, la de no atisbar inicio de sendero alguno- una razón concreta, unas palabras posibles que tradujeran aquella inquietud a una lengua reconocible. La historia del Joker ocupaba un alto porcentaje de sinapsis en mi mente disparatándolo todo, tal y como vamos viendo que ocurre en la película.

Hasta llegar a esta carrera de hormigas que son las letras en el procesador han pasado muchos días. Resuelto el debate de hacerlo o no -firmando de puño y letra-, debía entender, en el fango de las emociones, qué había ocurrido para que, finalmente, huyese al acabar la película de los alrededores del cine como lo hice. Agradeceré con sonrisa de clown cualquier tipo de explicación aceptable (emoji con gafas de sol seguido de otro pintado de payaso).

La narración nos lleva por el día a día de un enfermo mental. Su dolencia, o, mejor dicho, el síntoma más llamativo de su dolencia (intuimos un número incontable de ellas en realidad) es la risa compulsiva. Arthur Fleck, bien está decirlo, es un payaso a sueldo del marketing y, ya de paso, para lo que sea que se requiera un payaso. De payaso pinta la cara cada día para poder salir adelante, él y su madre enferma, que espera en casa (la mamá de Arthur le llama Happy porque había venido al mundo para hacer reír a la gente, como a todos, je). Su sueño, lean con atención, su sueño es una oportunidad.

Pero estar loco y ser payaso no exime a uno de la realidad. Por más que el bueno de Arthur responda a ella, en todos y cada uno de sus aspectos, con una carcajada que tiene tanto de siniestra como de lastimera -a veces nos lleva a la conmiseración y otras al espanto-. El título de La broma asesina cobra en la cinta de Todd Phillips un sentido diferente. Batman no está ni se le espera. Tampoco se le echa de menos. Después tampoco vamos a saber si lo necesitamos o no, si realmente lo queremos: presten especial atención, si no lo han hecho ya -si es así, repasen fotogramas si gustan-, al personaje de Thomas Wayne. Y es ahí donde el Joker de Phoenix -responsable heredero del caído Heath Ledger, olvidemos al de Jared Letto por siempre jamás, y con algún guiño al de Nicholson (el baile en el ya famoso descenso por las escaleras)-, donde la broma asesina nos va a partir el alma. Nos parte el alma.

(En Batman: la broma asesina, DC Comics, 1988, Alan Moore imaginaba para el público lector el origen del villano del hombre murciélago. A su vez ponía a ambos personajes a cada lado de un espejo, el de la locura. Para la memoria de quienes han seguido a estos personajes Batman representa el bien y Joker el mal. Moore, sin embargo, ya iniciaba el debate en el que, tal vez, este nuevo origen del villano, desdibuja las lindes de los papeles que han tocado, circunstancialmente, a estos personajes ya míticos.)

Uno no sabe en qué momento los golpes de realidad que recibe Arthur Fleck son amortiguados por nuestros riñones. Lo cierto es que ocurre. Él, por otro lado, se ríe, porque -justo es recordarlo-, Fleck está enfermo.

El mal, entendido en su absoluto, se encuentra presente desde el mismo inicio en el que el payaso, hombre-anuncio callejero, recibe una paliza sin que para ello observemos otra justificación que la de poder de hacerlo sin más. Hasta ahí la peli bien pudo haber quedado en un corto no menos brillante que el resultado final. El mal entonces, lejos de abandonarnos, se expande inflacionario hasta el clímax que todos sabemos es el nacimiento de un villano.

También venía precedida esta historia -no sabemos si a modo de reclamo dantesco: dejad fuera toda esperanza- de la advertencia -se ha puesto de moda la alerta social ante la sensibilidad de una sociedad, por otro lado, cada vez más insensible al tiempo que suspicaz: que alguien me lo explique, porfavó- por cuanto de violencia podía despertar en mentes desprotegidas. Esto es, de cualquiera. Había un precedente para hacerlo. ¿De verdad había un precedente para hacerlo?

Y desde luego que la señal de aviso respondía a un fundamento, sólo que la violencia descerebrada que podía despertar no era/es sino la posibilidad -y esto, estimados improbables, sí es peligroso, ya sabemos para quien- de una revolución interna del individuo en una sociedad que necesita ¿? un Batman porque es infinitamente más cansado revolucionarse que tener a un tipo vestido de murciélago saltando de azotea en azotea. Desfaciendo entuertos.

De las mil y una lecturas que se podrían hacer de Joker, me quedo con aquella en el que el relato es, con pasmosa exactitud narrativa, alegórico.

Un enfermo mental, habitante de los márgenes, asediado por la adversidad, a la que sólo puede/sabe responder con una carcajada y que, finalmente, sin haberlo planeado o, siquiera pretendido lo más mínimo (¡es un payaso, por todos los dioses!), acaba encarnando la villanía.

¿No os suena de nada el cuento?

Por lo pronto arde Barcelona. Entre otras cosas.

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