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Fotograma de la película 'Dolor y Gloria', de Pedro Almodóvar
por Eduardo Flores

 

 

A veces me pierdo de forma estúpida buscando una unidad de medida para nuestras ambiciones más personales. Sólo al cabo de un rato caigo en la cuenta de la espesura. Y abandono el empeño, tal vez, distraído por el repentino aterrizaje de un gorrión.

Hoy, por ejemplo, en uno de esos trances que acompañan al debilitamiento de un catarro del todo inesperado, bicheaba en Facebook un vídeo en el que un tipo jugaba con todo tipo de animales salvajes. La panoplia de bestias iba del león a unos monitos pasando por un baño lúdico con elefantes. La tierra era la de África. Me dejé llevar por el romanticismo. Nadie es perfecto. Sí lo es, sin embargo, la naturaleza. Porque nada hay más allá de ella, vista como el todo y entendida como un Humboldt (aunque sea de pacotilla, es el caso) de la vida.

Fue después que pensé en las imágenes que había observado completamente abstraído. Las cambié. En mi recreación los leones devoraban al incauto, los elefantes aplastaban su cadáver al paso de marcha camino de algún abrevadero y las hienas cerraban el círculo, extrayendo de unos huesos abandonados el tuétano de la estupidez humana. Y toda aquella escena era contemplada por una considerable cuadrilla de pequeños macacos desde la seguridad de las ramas, sabedores de lo contraproducente de hacer el gilipollas con leones, hienas y elefantes. En un mundo feliz.

Cuando me cuestiono al respecto de una posible unidad de medida para nuestras ambiciones ocurre que se me pierde la mirada entre el paisanaje. Eso si no se posan gorriones a mi alrededor que me devuelvan al oficio. Es en ese lugar en el que mis ojos ven y mi cerebro fabula donde mejor se puede asegurar que el mundo rara vez te permite jugar con leones, tal y como yo hago en mi sofá con el joven Mapachío (felino con quien comparto apartamento, al que le pago el alquiler y los lujos; hijo, no en vano, de cierta gata negra que… es una larga historia).

La forma que tenemos los españoles de aplicarnos una lupa sibilina para casi todo es digna de estudio. Para variar, y según leo, no queda nadie por darle estopa a la gala de los Goya.

Una gala que no vi, claro. He celebrado la mayoría de premios de este año. Más que nada porque no pocos cabezones han recaído en manos de artistas y obras que ya había aplaudido en la intimidad.

Dolor y gloria es, a mi entender –escaso de bagaje cinéfilo-, lo mejor que ha hecho Almodóvar en toda su carrera. Es, como suele decirse, una obra de madurez. Me impactó su color, que se mezcla con un argumento de memorias lúcido, muy lúcido. Fue como presenciar el entierro definitivo y necesario de esa aberración –no sé si en cierto modo necesaria; palabrita que no lo sé- que se dio en llamar La Movida Madrileña, y de la que ¡Peeeeedro! fue estandarte. Después de todo, al fin, descubrí en el manchego a un cineasta. Aunque haya sido él quien se ha acercado a mí y no al revés.

Y qué decir de Javier Ruibal. Sentí su premio como compensación por el agravio de años. Heredero de aquellos que hicieron buena música en España por última vez, es maestro de artistas en todos los sentidos. Imperdonable, por otro lado, es el olvido de la voz de Silvia Pérez Cruz, intérprete de la banda sonora galardonada y una contadora de canciones realmente deliciosa y recomendable. También lo es, recomendable, para quienes no conozcan la obra del maestro de El Puerto de Santa María, el libro que, con tino y el oficio que le caracteriza, tuvo a bien componer mi muy querido Luis García Gil: Javier Ruibal. Más al sur de la quimera (Ediciones Mayi, 2012).

Una curiosidad, digamos, goyesca: la primera vez que escuché a Silvia Pérez Cruz fue en la presentación de un libro de Luis, no me voy a repetir en cuanto a la relación con Ruibal y, por último, quiso la providencia que el autor del asunto y amigo, publicase no hace demasiado, Marisol, Pepa Flores: Corazón Rebelde (Milenio, 2018); galardonada con el Goya de honor. Habría que inventar un premio para Luis García Gil, por más que él se conforme con la amistad y el cariño de tantos.

En cuanto a Intemperie, traducida al cine por Benito Zambrano, leí en su día la novela de Jesús Carrasco (Seix Barral, 2013). Por lo demás sigue en una línea o dos en el débito a La trinchera infinita.

¿Y si fuera, la cantidad de novecientos cincuenta euros, la unidad de medida de nuestras ambiciones? ¿Qué diría eso de esta sociedad nuestra, española y mucho española?

(Mariano, te echamos de menos.)

Oído en el bar:

-¿Qué te parece a ti, 950 euros? A la ruina nos van a llevar los podemitas estos. ¡Qué hijos de puta!

-¡A mí qué me va a parecer! Yo les digo: ¡esto es lo que hay! ¡Si lo quieres, bien, si no, a la puta calle! Así de fácil.

-¡Tú sí que sabes!

-¿Qué no?

-¿Otro whisky?

-¡Entonces!

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