¿Cómo determinan los Gobiernos sus respuestas en la pandemia?, el código de los derechos humanos debe ser la guía

por Allison Corkery

 

 

Amartya Sen popularizó la afirmación de que las hambrunas no son un desastre natural, las causa el ser humano. Lo mismo puede decirse de las pandemias, como estamos comprobando en estos días. El mundo está lleno de virus temibles, como señaló recientemente el experto en cambio social Dave Algoso, pero ha hecho falta un cúmulo de fallos institucionales específico para llegar a la situación en la que nos encontramos hoy: más de 6,3 millones de casos de COVID-19 y casi 380.000 muertes, hasta ahora (3 de junio), además de decenas de millones de personas desplazadas, desempleadas y empobrecidas. Si observáramos estos fallos desde de la óptica de los derechos humanos, adquiriríamos una nueva visión de las respuestas necesarias en plena pandemia y en el futuro.

Los derechos humanos han brillado por su ausencia en los innumerables debates sobre la COVID-19 y sus repercusiones. Cuando se les presta atención, se suele poner el foco en los derechos civiles y políticos, para instar a los Gobiernos a que no adopten o supriman medidas coercitivas que limitan nuestros derechos de manera injustificada. Por ejemplo, hace poco la ONU dio la voz de alarma sobre la aplicación “invasiva” y “muy militarizada” de las medidas de distanciamiento social introducidas en docenas de países. Uno de los casos que cita es el de Filipinas, donde se ha procedido a la detención de 120.000 personas por violar el toque de queda.

Sin embargo, las repercusiones del coronavirus también suponen una grave amenaza para nuestros derechos socioeconómicos. La pandemia ha sacado a la luz en todo el mundo los fallos de las instituciones, que llevan mucho tiempo minando estos derechos. Los daños se están intensificando ahora y poniendo en mayor riesgo, si cabe, los derechos a la salud, al trabajo y a la protección social de miles de millones de personas.

En un país tras otro, estamos comprobamos el precio que supone –en vidas y medios de sustento– permitir el deterioro de las infraestructuras de la sanidad pública, la precariedad en los mercados laborales, la infravaloración del trabajo de cuidados, la reducción de la protección social y las problemáticas cadenas mundiales de suministro. Todos estos factores contribuyen a la rápida propagación de la pandemia y han convertido un virus mortal en más mortífero.

Resulta fácil decir lo que no deben hacer los Gobiernos en materia de derechos humanos, pero decir lo que deben hacer suele estar mucho menos claro. Esta es una de las razones por las que apenas se ha prestado atención a los derechos socioeconómicos –a pesar de todo el foco que los medios de comunicación, los políticos, los activistas y los ciudadanos han puesto sobre las múltiples facetas de la pandemia–. Por el bien de todos, sobre todo de los más vulnerables, esto tiene que cambiar.

El respeto de los derechos humanos sigue siendo una obligación durante la pandemia, y es la ley

Los Gobiernos disponen de una serie de instrumentos para frenar la pandemia y de discrecionalidad para desplegarlos. Pero su discrecionalidad no es absoluta. El derecho internacional de los derechos humanos obliga a los Gobiernos a adoptar medidas dirigidas, con la mayor claridad posible, a la protección de los derechos. En el contexto de la COVID-19, esas medidas incluyen: coordinar la producción y la distribución para poner fin a la escasez de suministros de test y tratamientos; dirigir la inversión pública para facilitar el desarrollo de medicamentos y vacunas seguros, eficaces y asequibles; regular para evitar el almacenamiento y el aumento de los precios; garantizar unos ingresos adecuados; prohibir los desalojos, y paliar otros daños que las medidas de confinamiento provoquen o exacerben. Resulta fundamental priorizar a las personas cuyas vidas y medios de sustento corren mayor peligro.

Para cientos de millones de personas en todo el mundo, el hambre supone hoy una preocupación mucho mayor que el propio virus. Este hecho cruel nos muestra lo poco que la mayoría de las medidas de respuesta tienen en cuenta los derechos socioeconómicos. En los Estados Unidos, por ejemplo, hemos visto una demanda de asistencia alimentaria sin precedentes, a través de las impactantes fotos aéreas que muestran filas interminables de personas haciendo cola frente a los bancos de alimentos en toda la nación más rica del mundo. En la India y Nepal, el éxodo de trabajadores migrantes ha puesto de manifiesto el fracaso de los sistemas de protección social de ambos países.

Las normas sobre los derechos humanos tienen también mucho que decir sobre la financiación de las medidas de respuesta.

Según el derecho internacional de los derechos humanos, los Gobiernos tiene obligaciones ante nosotros en tres ámbitos: cómo recaudan dinero, cómo lo asignan y cómo lo gastan. La cuestión de la financiación también debería abordarse al hablar de cómo proteger los derechos humanos en las respuestas a la COVID-19. Los Gobiernos estarán poniendo en peligro los derechos de las personas si no recaudan suficiente dinero o si lo hacen de manera regresiva –es decir, si las personas más pobres soportan una carga mayor que las más ricas–; si los presupuestos gubernamentales no dan prioridad a las medidas que protegen los derechos socioeconómicos –y en particular los de los grupos desfavorecidos–; y si el dinero se gasta de manera ineficiente y derrochadora.

Ante escalada de las desigualdades, es más necesario que nunca un debate global

Tomemos el caso de Sudáfrica. El 21 de abril, después de un mes de estrictas medidas de confinamiento, el Gobierno dio a conocer su paquete de ayudas económicas. Tras la infatigable campaña de una amplia coalición de grupos sociales, el paquete incluyó un “complemento” temporal de 500 rands (28,60 dólares USD; 26 euros) a las ayudas a la manutención de los hijos –un programa de transferencia mensual de efectivo, que llega a 13 millones de personas–. Pero dicho complemento se proporcionó por cuidador, y no por niño, que es lo que se reivindicaba. Esta diferencia técnica, aparentemente menor, es muy importante para los dos millones de sudafricanos más que quedarán por debajo del umbral de pobreza alimentaria. Una decisión como esta resulta difícil de justificar cuando el conjunto de medidas de ayuda deja en gran parte intactas las fuentes de financiación nacional disponibles. Introducir un impuesto a la fortuna, por ejemplo, podría recaudar por lo menos 143.000 millones de rands (aproximadamente 8.200 millones de dólares, 7.440 millones de euros), según algunas estimaciones, cifra que sobrepasaba diez veces el costo adicional que supondría extender el mencionado complemento a todos los niños.

En una economía globalizada con muchas desigualdades, los países tienen herramientas muy dispares para responder a la COVID-19. El mundo está compitiendo en una carrera hacia el abismo por conseguir suministros vitales, que está disparando los precios y agotando las existencias –y no solo de papel higiénico–. Los laboratorios públicos en Brasil, por ejemplo, no pueden obtener los reactivos químicos que necesitan para realizar los test, porque los países más ricos ya han hecho acopio de suministros para varios meses. Peor aún, la pandemia viene acompañada por una cascada de perturbaciones fiscales –que incluyen recesiones económicas, la caída en picado de los precios de los productos básicos, la devaluación de la moneda, una importante fuga de capitales y el aumento de los costos de los préstamos– que afecta en particular a los países del sur global.

En virtud del derecho internacional de los derechos humanos, los Gobiernos también tienen obligaciones extraterritoriales. En otras palabras, sus acciones no deben causar un daño previsible más allá de sus fronteras, ni impedir que otros Gobiernos cumplan sus obligaciones.

Individualmente, y como miembros de instituciones internacionales, los Gobiernos también están obligados a cooperar internacionalmente para salvaguardar los derechos de los más vulnerables. En el contexto de la COVID-19, las instituciones financieras internacionales, en concreto, deben adecuarse a su propósito. Como sostiene la economista india Jayati Ghosh, esto significa abandonar por fin sus condicionalidades “fundamentalistas del mercado” –como la liberalización y la desregulación–, que priorizan los intereses de las finanzas mundiales por encima de los derechos de las personas.

Si queremos que se adopten medidas de calado para proteger los derechos socioeconómicos, el debate no debe limitarse a abogados y otros expertos. Necesitamos traducir las obligaciones legales en herramientas que sirvan para enmarcar las demandas populares. En todo el mundo, cuando la gente clama justicia, es frecuente escuchar eslóganes como “la atención sanitaria es un derecho humano” o “los derechos laborales son derechos humanos”. Es mucho menos habitual escuchar explicaciones claras y convincentes sobre lo que implican estos lemas, en términos de quién tiene que hacer qué para materializar estos derechos.

Cuando decimos que algo es un derecho humano, estamos diciendo que es algo tan esencial para todos, que precisa ser garantizado –algo que los mercados simplemente son incapaces de hacer, como ha quedado patente durante la pandemia–. La fe ciega en los mercados equivale a descuidar de manera deliberada las obligaciones de los derechos humanos en el ámbito económico. El único rayo de esperanza que se vislumbra entre las tinieblas de esta convulsión mundial sin precedentes, es la creciente convicción de un sinfín de personas y comunidades de todo el mundo en que podemos, y debemos, construir un futuro mejor cuando superemos la pandemia. Empezamos a entrever un hueco que permite cambiar el relato sobre el papel de los Gobiernos en las sociedades resilientes. Un relato en cuya configuración los derechos socioeconómicos pueden sin duda jugar un papel decisivo.

Versión editada de un artículo publicado por primera vez en la web de Atlantic Fellows for Social and Economic Equity.

Allison Corkery

Twitter : @AllisonCorkery
Traducido del inglés y publicado por cortesía editorial de

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