‘El miedo a la COVID-19, los viejos y los niños’, por Florentino Rogero

«Entonces llegó la Ciencia y la intocable casta de científicos, entre los que como en toda profesión establecida debe de haber su altísima proporción de mediocres presuntuosos” (Gregorio Moran)

por Florentino Rogero

Lunes, 27 de diciembre de 2021. Las enfermedades infecciosas han acompañado al ser humano desde los orígenes de la humanidad. Durante millones de años los seres humanos han sufrido enfermedades epidémicas que, al propagarse, se han convertido en pandemias, diezmando poblaciones e impactando con diferente intensidad en las relaciones sociales, la economía o la política.

Así, la peste de Justiniano, diezmó la población del Imperio Bizantino y otras partes de Europa, Asia y África entre los años 541 y 549, provocando devastadores efectos económicos.

Posteriormente, a mediados del siglo XIV, la Peste Negra, considerada una de las peores pandemias de la historia, vino a arrasar Europa y Asia en términos poblacionales. Se estima que la población europea pasó de 80 millones de personas a 30 millones en menos de una década.

A principios del siglo XX, en las postrimerías de la Primera Guerra Mundial, la denominada Gripe Española, considerada la primera pandemia global, mató entre 20 y 50 millones de personas. Esta pandemia, contrariamente a lo que parece indicar su nombre, no se originó en España, sino en los Estados Unidos de Norteamérica, siendo las fuerzas expedicionarias estadounidenses las que trajeron la enfermedad a Europa.

La muerte es, quizás, la única verdad absoluta que conocemos, es una realidad inapelable que genera un gran desasosiego en el ser humano y provoca miedo, incluso terror.

El miedo, lejos de ser intrínsecamente malo representa una respuesta cognitiva ante una amenaza y favorece nuestra adaptación ante el peligro. Sin embargo, si se mantiene en el tiempo, puede venir acompañado por sentimientos como egoísmo, abatimiento o depresión entre otros trastornos psicológicos que encuentran manifestaciones tanto individuales como sociales e incluso desembocar en el pánico. Si como señalaba Rudolf Steiner “básicamente, todo mal humano proviene de lo que llamamos «egoísmo»”, el miedo como catalizador del egoísmo es uno de los principales desencadenantes del mal.

Y en esas llego la COVID-19, con sus desoladoras cifras de muerte, con su especial impacto en las personas de más de 65 años y en particular en los más viejos. Así de acuerdo con los datos de defunciones según la CAUSA DE MUERTE del Instituto Nacional de Estadística INE, en el año 2020, “el 87,3% de los fallecidos por COVID-19 virus identificado y el 93,3% de los fallecidos por COVID-19 virus no identificado (sospechoso), tenía 70 o más años”.

La sucesión de ocultaciones de la verdad y de mentiras interesadas emitidas en Prime Time desde las distintas cadenas de TV, tanto privadas como públicas, tanto de ámbito nacional como autonómico, a las que la población española fue sometida desde los primeros días de marzo de 2020, resultó agotadora.

En un repaso no exhaustivo, resulta destacable la ocultación del aviso del riesgo que entrañaba la expansión del coronavirus emitida con fecha 17 de enero a los países miembros de la UE desde el Centro Europeo para la Prevención y Control de Enfermedades.

Destacable también resultó la consigna política, revestida de afirmación científica, de que no era necesaria la utilización de mascarillas. Así, el 26 de febrero de 2020, en plena expansión del virus por España, se afirmaba en nombre de la Ciencia que no tenía ningún sentido que la población estuviera preocupada por tener mascarillas en casa.

Afortunadamente, nada más escuchar esa afirmación, algunos, a pesar de nuestra absoluta ignorancia, fuimos a comprar las primeras mascarillas FFP2 y repetimos la compra en los primeros días de marzo. En total 12 mascarillas para un confinamiento domiciliario de seis personas que comenzaría entre mentiras con la declaración del estado de alarma por el coronavirus el día 14 de marzo de 2020. Y finalizado el confinamiento, seguimos utilizando las mascarillas hasta el día de hoy, dijeran las autoridades pseudocientíficas y políticas lo que dijeran.

Mientras en nombre de la Ciencia, telepredicadores que hablaban como guiñoles movidos por políticos o farmacéuticas nos decían que las mascarillas no eran necesarias, el 26 de marzo, la otra Ciencia, la que informa a ciudadanos libres, por boca del doctor Jacques de Toeuf, presidente honorifico de la Asociación Belga de Sindicatos Médicos, en un artículo titulado «Le manque de masques fut le péché originel«, publicado por el Journal du Médecin, afirmaba: “estoy muy enfadado por la no gestión de stocks de mascarillas por parte de los poderes públicos: administraciones, ministros … ¡Aunque ya habíamos dado la alarma el 15 de febrero!”.

Luego llegó la obligatoriedad del uso de las mascarillas, llegaron las primeras vacunas, se sucedieron las campañas de los negacionistas, contra la existencia misma de la COVID-19, contra el uso de las mascarillas y contra las vacunas. Y continuaron las mentiras de unos y de otros, mentiras sobre el número de muertos, mentiras sobre los abuelos fallecidos en las residencias de ancianos, mentiras sobre mentiras sobre mentiras.

Y los viejos fuimos a vacunarnos de forma obediente, algunos después de tratar de recabar información de la forma más exhaustiva posible y nos pusimos las dos dosis y fuimos galardonados con el pasaporte COVID y luego fueron a vacunarse los jóvenes a los que se responsabilizaba de la expansión descontrolada del virus.

Cuando ya creímos que íbamos a salir más fuertes, cuando ya estaba vacunada con pauta completa el 70% de la población, cuando nuevamente no eran necesarias las mascarillas, entonces en nombre de la Ciencia nos dijeron que íbamos a necesitar una tercera dosis o incluso una cuarta.

Mientras, los más convencidos continuaban repitiendo las consignas que les suministran a diario los medios de comunicación convenientemente subvencionados. “Hay que confiar en la Ciencia” repetían de forma acrítica, convirtiendo a la Ciencia en un nuevo dogma de fe inescrutable.

Entonces les tocó a los niños, nuevos responsables de la expansión del virus, portadores asintomáticos y los grupos de expertos, allí donde estos existen, como es el caso del organismo asesor de vacunas del Reino Unido, el Joint Committee on Vaccination and Immunisation (JCVI) denunciaron estar sometidos a una enorme presión por parte de los políticos para revisar su postura contraria a la vacunación de los niños. Y en la Ciencia, surgieron voces críticas tan reputadas como la del doctor Robert W. Malone coinventor del ARN mensajero cuestionando la vacunación de los más pequeños. El Dr. Malone es uno de los investigadores que sentó las bases teóricas y clínicas de las terapias genéticas actuales en las que se basan las vacunas de base ARNm de Pfizer y Moderna y sostiene que “no hay absolutamente ninguna justificación científica o médica para vacunar a los niños”.

El doctor Malone, él mismo vacunado, después de dedicar su vida profesional a la lucha contra enfermedades infecciosas y al desarrollo de vacunas, advierte de los riesgos desconocidos de la vacunación contra la COVID-19 en los niños. Se trata, advierte, de una decisión irreversible que produce cambios irrevocables en órganos críticos del niño, en su cerebro y su sistema nervioso, en su corazón y en sus vasos sanguíneos, en su sistema reproductor y lo que es más importante en su sistema inmunológico. Según el Dr. Malone, el análisis riesgo/beneficio no justifica la vacunación de los niños, la vacuna no está suficientemente testada y los niños no representan un riesgo para sus familias.

Cabe señalar que, en España, según datos del INE, solo el 0,4% de las mujeres y el 0,7% de los varones fallecidos por COVID-19 en 2020 eran menores de 45 años.

La campaña emprendida contra el Dr. Robert W. Malone, según la cual sus advertencias son hijas del resentimiento hacia las farmacéuticas, resulta a mi juicio poco creíble frente a la contundencia de sus argumentos.

El argumento de que los niños no vacunados constituyen un riesgo para sus compañeros y profesores en el ejercicio de su derecho a la educación, es también falaz. Bastaría con que el Estado renunciara a imponer la escolarización obligatoria y habilitara los mecanismos para hacer compatible el derecho a la educación de los niños con la educación en casa, como ya sucede en numerosos países de nuestro entorno tales como Estados Unidos, Canadá, Francia, Reino Unido, Austria, Noruega, Dinamarca, Finlandia, Islandia, Sudáfrica, Australia o Nueva Zelanda… en los que la educación en el hogar es aceptada como una alternativa legítima a las escuelas públicas y privadas.

No debiera utilizarse el miedo de los viejos, de los que ya pasamos de los 60 años, para condicionar de forma irreversible el futuro de nuestros nietos. Sus padres, nuestros hijos, tienen el derecho y el deber de informarse en profundidad antes de decidir vacunar a los niños.

Confieso que, en estas circunstancias, dada la complejidad de la decisión, celebro no tener nietos.

Florentino Rogero Figueiras es economista y profesor.
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