El premio

por Perico Echevarría

 

Es una putada para alguien que pretende escribir y carece de imaginación que no te ocurra nada interesante en la vida. Así que Diego pasó los primeros años de su frustrada carrera de escritor presentando insufribles relatos de ficción a concursos juveniles.

Aquella tarde una idea se posó, por fin, en su cabeza y empezó a martillear su cráneo pidiendo entrar para poder salir de nuevo en forma de letras a través de sus dedos, e instalarse para siempre en el eterno folio en blanco que esperaba en el rodillo polvoriento de su Lettera 46. Fueron dos. Por una sola cara, pero cargados de una fuerza inusual en un mal estudiante atascado en segundo de bachiller. Años después, la orientación sexual de Diego dejó de ser secreta. Tuvo relaciones con diversos chicos y con uno llegó a vivir una historia de amor y desamor en términos de convivencia: montaron casa. Hasta que un día, como al protagonista de su relato, le ofrecieron un trabajo en el extranjero y se tuvo que marchar. Entonces Diego recordó aquellos dos folios que escribió a los dieciséis años, al pensar que era una especie de broma de la vida muchos años después.

El relato era la última declaración de un reo antes de ser condenado. Alguien que había golpeado accidental y mortalmente a su compañero de piso tras saber que este abandonaba a la ciudad y a él. Era una confesión de homicidio involuntario del protagonista, pero también era una confesión de la condición homosexual del autor: el propio Diego. Breve, concisa y emotiva; y muy bien escrita, qué diablos. Mecanografió de un tirón, sin correcciones, sin segunda lectura. Arrancó el segundo folio de la máquina y salió de casa para leerlo, a salvo, en una placita cercana. Joder. Era muy fuerte. Muy evidente. Si alguien hubiera sospechado algo de sus andanzas sexuales de aquellos tres últimos años… Aquel relato era una no muy sutil evidencia.

Pilar guardó un largo silencio cuando lo leyó. «¿Sabes qué es esto, verdad?» dijo cuando alzó la cabeza, mirando fijamente a Diego. «Creo que sí», respondió este. Pilar le conocía bien. Era la única profesora que sufría cuando le suspendía. Sin que Diego acabara de entender cómo, le convenció para presentar el dichoso relato al concurso literario del instituto, en la seguridad de que tenía opciones de ser premiado. Acaso eso le diera ganas de reintegrarse a las clases y superar los exámenes antes del fin de curso. Tenía razón en lo primero. El relato obtuvo el primer premio.

Ganar tenía sus ventajas, desde luego. Para Diego y su enorme ego era una satisfacción que compensaba el que siempre consideró maltrato por parte del sistema educativo, y, además, era un mazazo para el jurado, los mismos profesores que nunca hicieron nada por él, abrir la plica y que el ganador unánimemente elegido fuera el alumno más problemático y con uno de los peores expedientes académicos; además, eran quince mil pesetas en metálico; en 1983, con dieciséis años, maná caído del cielo. También tenía sus inconvenientes, y Diego, cuando aceptó la propuesta de Pilar, había olvidado aquel detalle tan obvio. El ganador del concurso literario estaba obligado a leer su texto en público durante la semana cultural del instituto. Y ni siquiera Diego, que cada año —e iba por el tercero— había sido pieza clave en su organización, cayó en ello. Se lo recordó Manolito Show, un compañero de clase algo mayor que él y con más antigüedad en el instituto. Ambos eran delegados inhabilitados por acumulación de faltas a clase y, aún así, coordinadores de las actividades extraescolares, actuando cada año como presentadores de cualquier evento que sus impagables ganas de juerga parían en interminables tardes de cafetería. Manolito tenía una especial habilidad para imitar voces y era, sin duda, un gran comediante. Su oso Yogui dijo a Diego: «Yujujujú. Cuando leas este escrito impúdico, no sé qué pensará tu público».

Empezó a ponerse muy nervioso. El texto era producto de su imaginación. No tenía por qué identificarse con él, con su secreto. Pero la última frase… tan solemne, tan cursi. «Sr. Juez, que yo solamente le quise». ¿Más claro? Era una historia de maricones. Y Diego tendría que leerla en público.

Días antes de que se celebrara la entrega de premios ya había comentarios sobre el contenido del relato. Chico se enteró y abordó a Diego en el instituto.

— Déjame leerlo —le dijo.

— ¿El qué? —respondió Diego.

— No te hagas el tonto, Diego, por Dios.

Su voz delataba su nerviosismo. Chico y Diego llevaban siendo amigos más de diez años. Pero además, los tres últimos se veían en un lugar secreto para hacer el amor, al menos, una vez al mes. La primera fue en el vestuario de la piscina. Sin cómo ni por qué, comenzaron a tocarse, a besarse, a pasear sus bocas por sus cuerpos desnudos. Hasta que los dos se corrieron. Dejaron de ser amigos, de salir juntos, de verse todos los días, de contarse sus secretos. Pero una vez al mes, se veían en su lugar secreto, se desnudaban y hacían el amor. Nunca comentaron nada, nunca salió de sus labios ninguna de las palabras mágicas: homosexual, maricón… Chico tenía novia, la que hoy es su mujer. Diego también tuvo, pero acabó siendo la mujer de otro. De manera que cuando Chico se enteró de la existencia del relato quiso saber más.

Diego mintió. Desde que arrancó aquellos dos folios de la vieja olivetti los llevaba en el bolsillo. Era la primera vez que «su secreto» se revelaba ante ellos y su miedo iba a dar pie a la primera conversación que tuvieron en su vida sobre el tema. Se alejaron hasta una escalera por la que casi nunca subía ni bajaba nadie y Diego le contó el relato. Chico se tranquilizó un poco. Nada de lo que le contó podía tener una mínima relación con él. Pero no dejaba de afectarle.

— Yo no soy gay —empezó a decir—. En todo caso, sería bisexual, pero tampoco. No creo.

— ¿No crees? —respondió Diego—. ¡Javier, por Dios! Nos lo montamos de vez en cuando. Practicamos sexo. ¿No crees que eso es un «poquito» gay?

— Sí, pero yo no siento nada por ti.

Algo se quebró. La seguridad de Chico al afirmar que no estaba enamorado de él, que lo que hacían era «por vicio», le dolió. Nunca se había planteado la posibilidad de enamorarse de un hombre, pero entonces descubrió que sentía algo por su amigo, algo más allá de la atracción mutua que su secreto albergaba. Lo que sintió fueron celos. Nunca hubiese proyectado una relación formal con él, pero la imagen de Chico haciendo el amor con su novia, si es que lo hacían, se proyectó con mucha claridad ante Diego. Podía definir su cuerpo como si fuera el suyo, y podía intuir el de su novia. Y sintió celos. Entonces Chico añadió:

— ¿Te das cuenta de que después de esto todo el mundo pensará que eres homosexual? – el término gay aún no era de uso común.

Diego guardó silencio. Era la primera vez que alguien, o él mismo, lo planteaba. ¿Era imprescindible ser gay para poder montarse una fiesta íntima con un amigo? ¿Significaba eso que no podría enamorarse nunca de una mujer, casarse, tener hijos y destrozar su vida dentro de la normalidad? ¿Qué iba a pasar cuando todos pensaran que era gay, aunque él mismo no supiera aún si realmente lo era? ¿Se estaba dando cuenta de que creer que ese «vicio» se le pasaría cuando tuviera una relación heterosexual estable era una estupidez?

— Creo que soy gay. Que me gustan los tíos. Que me gustas tú —dijo intentando coger las manos de Chico.

Este se sobresaltó. Miró a uno y otro lado temiendo que alguien los hubiese visto y le increpó.

— ¿Estás loco, gilipollas? ¿Quieres que nos vean? —dijo muy irritado pero sin levantar la voz—. Mira, Diego, creo que es mejor que no volvamos a… ya sabes. Y te rogaría que cuando esto… —hizo una breve pausa— estalle, no te acercaras mucho a mí. No me gustaría que se intuyera que hay «algo más». ¿Entiendes lo que te digo?

— Supongo —acertó Diego a decir sin levantar la cabeza, y Chico abandonó la escena sin dejarle añadir nada más.

Diego empezó a llorar, a maldecir. ¿Por qué había escrito el dichoso relato? ¿Por qué hizo caso a Pilar cuando le dijo que lo presentara al concurso? ¿Por qué? ¿Y ahora? ¿Le verían sus compañeros como a esos viejos que se pasan horas en las estaciones con la esperanza de tocar la polla de algún jovencito a cambio de unos duros? ¿Se enterarían sus padres, sus hermanos? El enfado devino pánico. Salió del instituto. Por el camino sentía que la gente le miraba y cuchicheaba a su paso. Paranoia, pero lo sentía como si fuera verdad. El pánico le hizo enfermar. Se puso pálido, perdió las fuerzas, sintió frío y calor a la vez. «Gripe», dijo su madre al verle entrar en casa, antes de la hora habitual, y mirarle la cara. «La gripe que no se cura en veinte días, se cura en veintiuno, pero el primer tacazo hay que pasarlo en cama». Su madre siempre repetía las «máximas», como las llamaba, de su abuela. Aquella milagrosa «gripe» le permitió exiliarse legalmente del instituto, las clases y las preguntas de los demás sobre el premio literario. En su casa Diego no había comentado nada del premio, sólo faltaba que a su madre se le ocurriera asistir a la fiesta de la semana cultural y le oyera leer aquel relato que contaba una historia de maricones. «Uy, hijo, qué aaaasco», hubiese dicho. «Ya que escribes tan bien… ¿no podías escribir sobre cosas bonitas?», hubiese rematado. Como si lo viera. No podía enterarse.

En el apogeo de su estado febril, en el segundo día de encierro, y a dos días de la entrega de premios, María Jesús Paniagua, profesora encargada de actividades extraescolares, llamó a casa de Diego. Nunca antes un profesor lo había hecho, y eso que sus reiteradas faltas a clase así deberían haberlo aconsejado. Se le heló la sangre al escuchar la voz de su madre: «Sí, sí, está en casa. Tiene un gripazo de aúpa y lo he dejado en la cama». Hasta ahí, todo bien. «¿Qué fiesta?» La palabra fiesta sonó como un trueno para Diego. ¡Dios, que no diga nada! Se levantó, enfermo, mareado, sin fuerzas… bajó las escaleras para quitar el teléfono a su madre y, al verle, ella misma le cedió el auricular. «Ay, espere un momento que se ha levantado y le paso el aparato ¿eh? Nada, nada, encantada, le pongo con él ¿eh?, Hasta luego. Adiós, adiós». Cogió el teléfono. «María Jesús, ¿qué le has dicho?». Nada, no había dicho nada. Llamaba sólo para saber si Diego estaría el día de la fiesta y presentaría el acto con Manolito Show. María Jesús no había caído en que tenía que estar para recoger el premio y leer su texto, sólo quería ajustar los detalles. Por suerte, los temblores de Diego fueron vistos por su madre como un síntoma de la alta fiebre que padecía, y le invitó a volver a la cama: «Tú no estás para fiestas ¿eh? Vete a acostar, anda. A ver si mejoras, o no podrás ir».

Los dos días siguientes, encerrado y sin salir de la cama, con fiebre y sudores, Diego pensó mucho. Se preguntó muchas cosas y se respondió algunas; tal vez ninguna. En repetidas ocasiones se levantaba para ir al baño y mirarse al espejo. Miraba fijamente y con odio su propio reflejo y decía «Maricón, que eres un maricón. Comepollas, bujarrón, niña». Después lloraba un poco. Se sentaba en la taza del váter y lamentaba su mala suerte «¿Por qué a mí? ¿por qué?» Luego volvía a la cama y se masturbaba con fiereza, tratando de llenar su mente de imágenes de mujeres desnudas, de chicas que le chupaban la polla y le paseaban las tetas por la boca mientras se las follaba. Pero cuando se acercaba el momento de correrse volvían las imágenes de sus compañeros en el vestuario, o de Chico desnudo abrazándole, y entonces, sólo entonces, se corría. Y volvía a llorar, a maldecirse. Muchas veces antes, Diego había pensado en el suicidio. Esa semana también lo hizo.

Y así hasta que llegó el gran día. Jodida suerte: Diego amaneció fresco como una rosa. Manolo le llamó temprano para concretar cómo iban a hacer las presentaciones y la lectura del texto. «Ahora lo hablamos», y colgó el teléfono. Estaba cagado de miedo. Pensó en desaparecer y esconderse en cualquier sitio hasta que todo hubiera pasado. Tal vez en el lugar secreto de sus encuentros con Chico. Si no acudía a la fiesta no tendría que leer y nadie sabría por qué le habían dado el premio. Pero salió de casa y fue derecho al instituto. En blanco, sin pensar en nada, como un robot. Manolito Show le estaba esperando. «Hombre, por fin. A ver cómo hacemos esto». Repasaron el programa. «¿Estás preparado?» Manolito Show era el único alumno que había leído el relato de Diego.

— No puedo hacerlo, Manolo. No puedo hacerlo —empezó a balbucir mientras respondía—. Si lo hago, todo el mundo pensará… Todo el mundo sabrá que soy un maricón de mierda. Y nadie querrá nada conmigo —añadió mientras las lágrimas aparecían en sus ojos—. ¡No voy a hacerlo!

Manolo se acercó más a Diego y le abrazó.

— Marqués… —Manolo le había apodado Marqués después de que una tarde su madre no acertara con el apellido de Diego y le dijera «te ha llamado el Ybarra», a lo que él contestó «sí, el Marqués de Ybarra»—. Dime, Marqués, y recuerda que estás hablando conmigo. ¿Eres «un maricón de mierda»? Y conste que a mí me da igual ¿eh?

— No lo sé, Manolo.

— Te prometo que no lo sé —respondió Diego, otra vez ahogado en lágrimas—. Pero cada vez pienso más que sí.

Charlaron largo rato. Le contó todo. Lo de Chico, lo que había pasado en la escalera, el miedo de los últimos días, los paseos para llamarse maricón frente al espejo. Al final, llegaron a un acuerdo. A pesar de la insistencia de Manolo en sentido contrario, Diego fingiría una aguda afonía que no le permitiría ni presentar ni leer su relato. Manolo lo haría todo sin él y por él.

Manolito Show estuvo sembrado durante toda la presentación de actuaciones, medallas, menciones… En una de sus mejores tardes, la gente aplaudía y reía sus ocurrencias sobre profesores y alumnos, y, accediendo a las insistentes peticiones, su famosa imitación del papa Wojtyla por la que había sido expulsado del colegio de los hermanos Maristas. Hasta que llegó el turno de Diego. «Habréis notado que el Marqués de Ybarra, mi querido amigo y socio Diego, no está conmigo presentando. Una terrible afonía ha podido con él. Pero como tiene que destacar como sea, ya sabéis cómo es —decía marcando cada sílaba que pronunciaba—, no se le ha ocurrido otra cosa mejor que ganar el concurso literario de este año. Subirá al escenario a recoger el premio, pero ante su inaudita mudez, quién lo iba a decir —la gente se partía—, el relato que le ha hecho merecer este premio os lo voy a leer yo.»

Manolo cambió el tono de su voz. Solemne, empezó a leer con una seriedad inusitada en él. Muy bien leído. Despacio, marcando las palabras. El público guardaba silencio, mucho silencio. Nada hubiese roto el clímax que se acercaba junto a la frase final. «Ahora es cuando todos se miran unos a otros y cuchichean: el Marqués es maricón», pensaba Diego.

Por fin leyó la dichosa última frase. Como Diego había previsto, hubo un momento de silencio, pero en vez de cuchicheos y miradas de sorpresa lo que se produjo fue un fuerte aplauso. El más fuerte que se recordaba en aquel instituto tan dado a la fiesta y las celebraciones. Un aplauso sincero, de reconocimiento. Manolo señaló hacia el asiento donde Diego estaba. Con los ojos húmedos por la sorpresa y la emoción y mordiéndose el labio inferior para contenerlas, subió a por el sobre con las 15.000 pesetas y el diploma, hizo un ligero gesto de agradecimiento y abandonó el escenario en dirección a ninguna parte. Qué suerte, pensaba.

No se quedó a la fiesta. Durante un par de semanas no se dejó ver por el instituto. Cuando por fin se atrevió a regresar habían comenzado los exámenes finales. Una llamada anónima había denunciado que la Pepa y el Ote estaban follando a escondidas en el patio del instituto y una profesora había tenido a bien quedarse embarazada de otro profesor que no era su marido. En resumen, el ‘comprometido’ relato de Diego había dado paso a nuevos cotilleos.

El propio Diego había olvidado aquellos dos folios que tan mal se lo hicieron pasar a los dieciséis cuando, quince años después, su pareja le dejó para aceptar aquel trabajo en el extranjero. No se enfadó, no tiró nada y no provocó ningún accidente mortal. Pero sí recordó dónde diablos había guardado aquel triste relato cuyo protagonista acababa con la vida de su compañero y comparecía ante un juez. Compró una preciosa carpeta de cartón viejo del tamaño de un talonario de cheques, metió en ella, cuidadosamente doblados, los dos folios de su confesión y se la regaló a su compañero cuando se fue para siempre. A Santi le gustó mucho, tanto que le animó a revisarlo un poco, corregir el estilo un poco anclado en los ochenta y presentarlo a algún concurso de relatos.

-Quita, quita- respondió.

Acerca de Perico Pan 5 Artículos
Perico Echevarría (Huelva, 1966) es desde 2016 director de la Revista onubense de Actualidad, Cultura y Debate La Mar de Onuba. Redactor y columnista habitual de Iris Press Magazine y Confidencial Andaluz. Anteriormente fue redactor jefe en Madrid de Diario Progresista, medio en el que recaló tras tres décadas vinculado a la comunicación en medios y gabinetes de prensa, destacando el de la Asamblea Andaluza de Cruz Roja Española y de la Cruz Roja y la Media Luna Roja Internacional durante la Expo'92 de Sevilla. Antes de su regreso definitivo a Huelva, participó activamente en el relanzamiento en versión digital de los periódicos El Socialista y El Obrero, cabeceras históricas de la izquierda española.

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