Guerra …y paz

Eduardo Flores

…y no es menos cierto que estamos en plena guerra. Los combates se suceden y se amontonan; se apiñan desdibujando frentes y causas; hacen personas a los enemigos -también lo contrario-, que carecen de rostros o nombres. En la batalla, la probabilidad de derrota aumenta si, en la frágil y efímera -soma en una solución lo suficientemente eficaz- paz de la trinchera quedamos aturdidos por el humo de un cigarro.

…y puede que tal vez hayamos olvidado el perfil del enemigo. ¿Quién es el enemigo? Pues habita los espacios comunes. Se podría decir que es la mentira, en sus muchas formas: el cambio climático es cosa de progres. Una mentira sería decir que no estamos en guerra. Lea ahí el improbable, en el subtexto, el nombre del enemigo; que como el de algunos dioses, no podemos pronunciar.

(A veces y en la soledad de mi refugio, tropiezo golpeando con el dedo chico de cualquiera de mis pies la pata de la mesa. Como un sana, sana, culito de rana, el mantra: me cago en los muertos de Donald Trump. Yo ahí lo dejo.)

…y ocurre que en la guerra nacen como del firme los daños colaterales y las insurgencias y los flancos son el peligro y nadie queda a salvo de la más trágica de las circunstancias. La guerra, se me ocurre, está en nuestra pobreza. Pero también está en quienes nos quieren pobres y alienados. Jamás se izaron banderas que cobijasen a los pobres y a los alienados. Jamás debería hacerse algo así.

(La revolución no existe, sólo es producto de tu imaginación. En la guerra la revolución empieza y termina en el corazón de uno mismo: el origen de la dignidad está en revolucionarse.)

…y nos llegó la guerra así como el 4G o el invento de la rueda o un discurso de Churchill. Desprevenidos, no la percibimos. No vinimos a combatir. La guerra es impropia de nuestra especie; mas no la violencia, por pura esencia de bicho: supervivencia y perpetuación. No llegamos en formaciones dispuestas al grito unísono y omnipotente capaz de vertebrar bandos, trincheras y despachos con la única intención de exigir libertad, proclamar la igualdad y gozar de los bienes que procura una utópica pero dulce fraternidad.

(Podemos olvidar la política. Ya Podemos -lean en morado, guiño guiño- olvidar la política. Ella nos olvidó tiempo ha.)

…y así es que nos separamos cuando en un toma y daca de gases homicidas los bosques se hicieron de hormigón y asfalto -esto es un atraco: la tierra o la vida: la destrucción de aquella mota de polvo color azul y verde suspendida en el más grande de los misterios-, Ellas desaparecieron -las aniquilamos hace milenios hasta que desde sus entrañas florecieron bellos cantos de despertar: 8M, remember remember-, nos convertimos en los diferentes -siempre los de allí y los de aquí, importan bien poco latitudes y longitudes en un estúpido eje de coordenadas (mantras alternativos: los muertos de Abascal, Orban o Salvini. A gusto del consumidor)- y colocamos con inexplicable placer nuestra libra de carne sobre la balanza a cambio de una cómoda falacia, tal como una religión. Toda vez que la transacción fue satisfecha llegó la derrota.

…y la derrota tampoco tenía nombre. Unos desayunaban pan con tomate, aceite y jamón; otros se ceñían un chaleco explosivo al cuerpo; los había incluso que dedicaban sus días a firmar documentos que servían para mantener un relato de ficción; tampoco nos olvidamos de quienes hicieron del amor un producto y de quienes los consumimos. La derrota era una pandemia, más que un sentimiento, más que una responsabilidad, más que una circunstancia terrorífica: la derrota consistía en seguir respirando. Y resultó ser una puta e injustificada pandemia.

…y olvidamos la guerra. Si mereció la pena luchar o no.

Para un observador parcial que además escribe por amor al arte de la guerra, cuanta derrota devoramos -véase la indiferencia enfrentada a los cuerpos negros y exhaustos sobre cubierta de un navío cualquiera sometido a la deriva de la inhumanidad-, cuanto la derrota nos hace cómplices, si no directos partícipes del malvivir de nuestro vecino -la precariedad, por caridad cristiana, enfrentada a las fortunas heredadas desde que el mundo es mundo, por sistema y régimen e imposición-, cuanto es derrota la científica ficción de nuestras diferencias -lo nacional, lo religioso, lo sexual, lo racional o no, lo vivo y lo aparentemente inerte-; cuanto terreno hacemos patrimonio de la derrota, muy al contrario de acercarnos a un posible final de los combates, amplía e intensifica este extraño e inimaginable campo de batalla, uno del que Platón tuvo a bien apuntar que sólo los muertos y en su muerte encontrarían reposo.

Eso sí, también existe la paz. Donde quiera que se encuentre.

En primera persona podría argumentar algo sobre gatos negros y gorriones. Pero también sobre un intenso trabajo sindical y, quizá -nunca lo sabré-, gastando tinta desde una -inútil o no, tampoco se sabe- apuesta (¿ridícula?) por la honestidad. Actividades ambas que son ya otras historias que pa qué voy a contar.

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