Ingreso Mínimo Vital: ¿tiene el Estado competencia para ensanchar la protección social?

La ministra de Hacienda y portavoz del Gobierno, María Jesús Montero; acompañada por el vicepresidente segundo, Pablo Iglesias, y el ministro de Inclusión, Seguridad Social y Migraciones, José Luis Escrivá, durante la rueda de prensa posterior al Consejo de Ministros en el que se aprobó el Real Decreto-ley por el que se pone en marcha un Ingreso Mínimo Vital. Moncloa / JM Cuadrado

 

 

Este viernes el Gobierno aprobaba en Consejo de Ministros el ingreso mínimo vital (IMV), la última incorporación (de momento) a nuestro sistema de seguridad social, y quizá el primer paso en el camino hacia una futura renta ciudadana. Porque lo primero que conviene aclarar es que no estamos ante una renta universal, sino ante un ingreso que se percibe en función del nivel de rentas, y que se basa en el principio de la necesidad y no en el de ciudadanía.

Las primeras miradas a la norma se han centrado en examinar la configuración legal de la prestación, sus cuantías y requisitos. A su vez, desde un enfoque más finalista, se cuestiona si esta renta ha sido formulada como propuesta frente a las tasas de pobreza y pobreza relativa, especialmente la infantil, o como instrumento para atajar el deterioro económico a raíz de la COVID-19.

Sin embargo, subyace otro aspecto que no debe pasar inadvertido, como es el título competencial sobre el que se sustenta la intervención normativa. ¿Se trata verdaderamente de una competencia estatal o es un terreno de actuación autonómica?

La preocupación de la ciudadanía que aguarda esta medida puede quedar lejos de la identificación del ente público encargado de proporcionar la prestación. Pero, en un Estado de derecho y autonómico, tan importante como el cómo, es el qué y, en este caso, además, el quién.

El contexto de políticas públicas

En mayor o menor medida, todas las comunidades tienen distintos tipos de previsiones, coberturas y cuantías. Aunque la renta de garantía de ingresos (2008), heredera del ingreso mínimo familiar (1989), del País Vasco, y la renta garantizada (2016) de Navarra, tienen la particularidad de que fueron las pioneras.

En síntesis, se trata de una cobertura económica a personas en situación de exclusión social grave, que, agotados los demás mecanismos frente al desempleo, actúa como última red de seguridad que depara el sistema de protección social ante la indigencia. Viene a dar forma, además, al principio de Estado social, al materializar condiciones para que la libertad e igualdad de los individuos sean “reales y efectivas” y “remover los obstáculos que impidan o dificulten su plenitud”, como proclama el artículo 9.2 de la Constitución.

Con bastantes similitudes e inspiración en ellas ha nacido el IMV, de percepción mensual, vinculado a una situación de necesidad denominada “vulnerabilidad económica”, y planteado como un mínimo común denominador en todo el territorio estatal, que complementará a cuanto ya existe, y que puede ser mejorado con otras rentas autonómicas.

Este era un tema muy debatido, pero que ha quedado meridianamente claro en el texto del decreto-ley (pendiente de publicación en el BOE). De acuerdo con los artículos 7.1.c y 8.2 del mismo, ni se exige como requisito para obtener el IMV que los beneficiarios deban haber solicitado “los salarios sociales, rentas mínimas de inserción o ayudas análogas de asistencia social concedidas por las comunidades autónomas”, ni estos se computan en las rentas de la persona o unidad de convivencia para determinar la situación de vulnerabilidad económica.

Lo anterior significa, por un lado, que, junto con el común denominador del IMV, los beneficiarios podrán percibir rentas aprobadas por las comunidades autónomas, habiendo igualdad en todo el territorio del Estado en cuanto al mínimo percibido, pero no en cuanto a la cuantía final de ayuda para reparar la situación de pobreza. Por otro lado, y por ello mismo, ha quedado a salvo la competencia de las comunidades autónomas en materia de asistencia social.

¿Una competencia estatal o autonómica?

La asignación de competencias por la Constitución tiene un sendero difuso en materia de protección social. De un lado, el artículo 148.1.20 posibilita la asistencia social como competencia de las comunidades autónomas; de otro, el artículo 149.1.17 establece como competencia exclusiva del Estado “la legislación básica y de régimen económico de la seguridad social”.

Así, siempre que se ha hablado de rentas para paliar situaciones de pobreza o exclusión social, se ha tenido la duda de si caen en uno u otro ámbito y, por tanto, si son competencia autonómica o estatal.

Resultaría sencilla la distribución de competencias con base en una delimitación material, si pensáramos bajo una concepción unívoca de una seguridad social contributiva-estatal, frente a una asistencia social autonómica y sufragada por vía impositiva. En este caso, una renta como el IMV sería claramente de competencia autonómica. Pero lo cierto es que la cuestión se torna algo más compleja porque dentro del propio sistema de seguridad social aparecen, a su vez, intervenciones que tienen carácter plenamente asistencial. La fuente de financiación no debería ser óbice para determinar la naturaleza de las prestaciones, sino la situación de necesidad a la que van dirigidas.

Al promulgarse la Constitución, se habilitó, a través del artículo 41, la universalización y asistencialización del propio sistema de seguridad social, ya que con anterioridad ésta quedaba relegada a un plano informal o de beneficencia. La incorporación de las prestaciones no contributivas con rasgos asistenciales en 1990, compuestas fundamentalmente por las prestaciones de vejez e invalidez, o los complementos a mínimos de las pensiones contributivas, condujo al Tribunal Constitucional a diferenciar entre una asistencia social “interna” del sistema de seguridad social, frente a otra “externa”, competencia exclusiva de las comunidades autónomas.

Ante esta dualidad de asistencia social, el proceder legislativo estatal se encuentra frente a dos escenarios: o bien orientarse hacia una ley marco estatal, para un posterior desarrollo autonómico, o bien articularse en un modelo de legislación estatal y gestión conjunta.

Es este segundo camino el que se ha tomado en la regulación del IMV. Primero porque se marca claramente que, aun no estando vinculado a un episodio de contribución previo, es una prestación de seguridad social, de esa asistencia social “interna” a la que se refería el Tribunal Constitucional. Y, en segundo lugar, porque, como sucede con las demás prestaciones no contributivas, el artículo 22 del decreto-ley posibilita que comunidades autónomas y ayuntamientos puedan iniciar y tramitar el expediente del IMV mediante convenio con el Instituto Nacional de la Seguridad Social, en algo que se denomina “colaboración interadministrativa”. Más aún, de acuerdo con la disposición adicional quinta, el País Vasco y Navarra asumirán directamente la gestión del IMV en sus respectivos territorios.

Un último apunte de interés. El IMV es compatible con las rentas de trabajo, haciendo que su percepción no desincentive el acceso al empleo de sus beneficiarios. Pero no aparece vinculado a la búsqueda activa de empleo, lo que es un acierto, sino al seguimiento de estrategias de inclusión social.

Por primera vez se es consciente de las notables dificultades de empleabilidad del colectivo al que se dirige la renta, por lo que, más que buscar activamente empleo, necesitan de complementos que, como dice el propio decreto-ley, remuevan los obstáculos sociales y laborales que dificultan el pleno ejercicio de sus derechos y socavan la cohesión social.


María Luz Rodríguez Fernández, Profesora Titular de Derecho del Trabajo y de la Seguridad Social, Universidad de Castilla-La Mancha y Francisco Miguel Ortiz González-Conde, Profesor Ay.D. en Derecho del Trabajo y de la Seguridad Social, Universidad de Murcia
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