Los niños de las guerras

por Andrea Moreno


 

Se dice que en el siglo XXI el número de guerras ha ido menguando. Sin embargo, el número de niños afectados por conflictos armados no ha corrido la misma suerte. Aun siendo los menos responsables, los menores son los más afectados por las guerras. No solo se evaporan sus planes de futuro, sino que se transforman en meros títeres de un juego de adultos y víctimas de atrocidades indescriptibles.

En segundo lugar, las guerras actuales se libran en pueblos y ciudades. Parte de esto se debe a que desde los años 50 se ha dado una rápida urbanización: mientras que en 1950 solo un 30% de la población vivía en ciudades, en 2014 ascendía hasta un 54%. La consecuencia más directa de librar una guerra en zonas urbanas y lo que ello conlleva —utilizar armas de fuego— es que los más afectados inevitablemente son los civiles, en especial los niños: las probabilidades de que un impacto afecte en zonas vitales del cuerpo es de un 80% en niños, mientras que en adultos está en un 31%. Por otro lado, los actores no gubernamentales tienen un especial interés por llevar a cabo guerras entre civiles, no solo porque así pueden esconderse entre ellos haciendo que la distinción entre civiles y combatientes sea casi imposible, sino también para poder infligir el mayor daño posible asegurándose de que el terror que causan motiva a los civiles a hacerles caso y respetarlos.

Por último, las guerras actuales enredan más que nunca a los civiles porque los agentes no estatales, a diferencia de los Estados, no cuentan con una financiación fija. Las guerras de ahora engloban redes criminales de financiación inimaginables, desde la venta de recursos naturales al mercado de armas ilegales o de drogas. Pero fiarse de estas fuentes de financiación está teniendo un impacto terrible para la sociedad; la guerra se está convirtiendo en un negocio del que las distintas partes se benefician, lo que estimula que los conflictos sean duraderos y no concluyentes.

Las atrocidades contra menores

Las guerras, además de vulnerar los derechos más básicos de los niños, dejan secuelas imborrables en ellos. Las estructuras familiares y comunitarias que dan sentido a sus vidas quedan destruidas, son forzados a moverse a campos para refugiados o desplazados internos, donde tienen que esperar incluso años en unas condiciones muy duras, y en multitud de ocasiones son obligados a asumir responsabilidades propias de los adultos para hacer frente a las dificultades de las guerras. Pero, indudablemente, la parte más dura para los menores son las atrocidades a las que son sometidos.

Uno de cada seis niños vive en zona de guerra. El daño físico de las guerras en los menores ha ido en aumento en la última década, pero todavía se obvia otro gran problema: el sufrimiento emocional. Fuente: Save the Children

Awali solo tenía 13 años cuando contaba cómo antes de ser secuestrada por Boko Haram ya tenía miedo de que la obligasen a convertirse en una atacante suicida, pues había escuchado de casos parecidos en la radio. Boko Haram no solo es conocido por los grandísimos daños que está ocasionando en Nigeria y Níger y el secuestro de más de 276 niñas en 2014 que se hizo viral con el hashtag #BringBackOurGirls; también se hizo famoso en el mundo terrorista —imitando a Al Qaeda y su armada de los Pájaros del Paraíso— por aprovecharse de la inocencia y desconocimiento, sobre todo, de niñas para cargarlas de explosivos y obligarlas a inmolarse.

En países como la República Democrática del Congo o República Centroafricana, milicias como la Resistencia del Señor, al perder miembros y percatarse de lo sencillo que es manipular a los niños, han forzado a miles de menores a convertirse en soldados. El problema no está solo en que estos niños ven a edades tempranas crueldades que probablemente muchos adultos no presenciarán en toda su vida, sino que nunca volverán a tener una vida normal después del conflicto. Los niños y niñas violados y convertidos en soldados, así como aquellas convertidas en madres a edades en las que sus cuerpos no están todavía preparados, sufren un estrés postraumático que pocas veces se trata y un estigma social que hace que sus propias comunidades renieguen de ellos y que las autoridades locales los traten en ocasiones como criminales o cómplices a pesar de ser simples víctimas. Es cierto que a veces estos niños se alistan voluntariamente por los beneficios económicos que las milicias ofrecen a las familias para salir adelante, pero incluso en estos casos siguen siendo víctimas.

Las violaciones son una táctica de guerra a la que muchos grupos recuren, no solo por el daño que causan, sino también por la humillación que conllevan; de hecho, pueden considerarse un crimen de guerra, de lesa humanidad o como parte de un genocidio —niñas rohinyás han narrado experiencias de violaciones en grupo por oficiales birmanos—. Pero las violaciones no se reducen exclusivamente a las niñas. Son también muchos los niños violados en zonas de conflicto, pero estos son más reacios a informar porque piensan que su masculinidad ha sido manchada y temen la vergüenza y el estigma social. En Afganistán, considerado el segundo peor país del mundo para ser menor, se viste a niños como mujeres para que bailen ante hombres adultos en fiestas y al final de la noche se hacen pujas por sus cuerpos. Aunque existe cierta presión por acabar con esta práctica —conocida como bacha bazi, ‘pedofilia’ en persa—, el público al que se dirige de señores adinerados y políticos importantes del país dificulta su abolición.

¿Qué hace la comunidad internacional?

Pocas son las esperanzas que les quedan a los niños en zonas de conflicto. Las normas del DIH parecen más bien hechas para respetarse en guerras utópicas en las que las partes tienen un mínimo interés por preservar el bienestar de sus civiles. Carente de un tribunal internacional que pueda hacer responsables a individuos por sus crímenes, hasta la Corte Penal Internacional, el único tribunal internacional con potestad para juzgar a personas por la comisión de crímenes internacionales, necesita la ratificación del país donde el crimen se ha cometido para poder procesar, y gran parte de los países donde se cometen las mayores atrocidades no son signatarios del Estatuto de Roma, su texto constitutivo.

De haberse destinado a otros usos el dinero para armas en zonas de conflicto —22.000 millones de dólares al año de media—, se podrían haber alcanzado Objetivos del Milenio como la educación primaria universal.

En la comunidad internacional existe cierto consenso respecto al despliegue de fuerzas de la ONU para mantener la paz y estabilizar zonas de conflicto, pues representan a una entidad reconocida por la mayoría de las partes beligerantes como neutral y, como tal, supone una fuente de alivio para civiles, especialmente los menores. No obstante, el año pasado salía a la luz que enviados para mantener la paz también han cometido abusos sexuales contra los civiles que tenían encomendado proteger.

El último atisbo de optimismo es el Protocolo Facultativo de la Convención sobre los Derechos del Niño, que habilita un procedimiento de comunicaciones por el que los niños puedan presentar quejas individuales sobre violaciones de sus derechos. Sin embargo, los requisitos para ello no se adaptan a la realidad de estos niños; por ejemplo, las quejas solo son admitidas si se presentan por escrito. Teniendo en cuenta que en las zonas de conflicto no se puede ofrecer un sistema educativo normal, ya que los colegios se encuentran entre los objetivos principales de los ataques, ¿cómo se espera que estos niños puedan escribir sus quejas? La comunidad internacional parece haberse olvidado por completo de que los niños son el futuro y que están siendo forzados a responsabilizarse de una guerra que nada tiene que ver con ellos.


Andrea Moreno

Vitoria-Gasteiz, 1994. Graduada en Relaciones Internacionales por la Universidad Rey Juan Carlos y actualmente estudiando un Máster en Seguridad y Derecho Internacional en Dinamarca. Fiel defensora de los derechos humanos e interesada en su relación con los temas de seguridad internacional. "Courage is what it takes to stand up and speak. Courage is also what it takes to sit down and listen”.