‘Ni de izquierdas ni de derecha’, por Eduardo Flores

por Eduardo Flores

Lunes, 6 de diciembre de 2021. En las reglas de este juego inevitable que es el vivir políticamente, no nos engañemos, todos somos neoliberales. No conscientes, tal vez, en muchos casos, pero también portando una enorme hipocresía como parte del tributo.

El caso es que mirar para otro lado no exime de la irresponsabilidad consustancial a nuestra forma de vida. Una que, culpablemente gustosos, hemos comprado. Que todo esté en venta y, en consecuencia, que todo se pueda comprar, tiene su origen en una muy insidiosa imposición. En algún momento, en el universo de nuestros deseos, la estrella del calor y de la luz devino agujero negro. Uno muy hambriento cuya primera jugada magistral fue la de tragarse nuestra alma. Esto es, comprar el individuo que somos a precio de saldo. A partir de entonces qué no iba a ser mercaduría. Es justo ahí donde nos encontramos.

En el terreno político todo es lo mismo pero con disfraces obsoletos. Seguimos hablando con excesiva alegría de izquierdas o derechas. Como si se mantuviese aquello que de forma ocurrente convenimos en llamar telón de acero. A un lado unos pusieron a los buenos y al otro a los malos, y viceversa. Cuando lo cierto es que, en la guerra, ya sea más o menos fría, los malos son quienes no pegan un solo tiro y, por puro sentido común, los buenos son los pobres. Quienes también por imposición son finalmente los que van a intercambiar plomo.

Cuando acudimos a las urnas, en esas fiestas de la democracia, la base económica –nosotros los pobres-, lo que hacemos en realidad es volver a las trincheras. Allí cumplimos con la idea ilusoria de defender lo exigido por el banderín de enganche. Asistimos, en puridad, a la anestesia inherente a toda fiesta. Nos fumamos el opio que al día siguiente –y los que le siguen- acabará con nuestros huesos molidos de frustración esparcidos por el diván de la consulta de un psiquiatra.

Ocurrirá que el doctor será del todo incapaz de decirnos que llevamos una vida de mierda. Que nuestro I-Phone o nuestra Smart TV o nuestro flamante SUV son parte del cáncer que sin violencia letal es el dios que aprieta sin ahogar. No tendrá, el buen terapeuta, los santos cojones de decirnos que nuestros males parten de la ceguera que es no entender que vendimos nuestra alma y que los dolores vienen de encontrarnos ardiendo en el infierno del consumismo. No lo hará, no, porque probablemente tampoco lo sepa.

Ese es nuestro mundo. El centro comercial más grande del universo conocido. Donde aceptamos todas las cookies (y sus pequeñísimas letras pequeñas) a cambio de satisfacer unas necesidades que también, previamente, hemos comprado. Es en este mundo donde todavía nos creemos que somos de izquierdas o de derechas. Donde hasta el hambre de follar lo saciamos a base de clic.

Lo queramos o no todos somos neoliberales. Y de tal modo hemos pervertido no sólo nuestra existencia, que ya estaría. En el tiempo y en el espacio en el que todo está en venta, las ideas -motores que las ideologías recogen como engranajes para el ascenso al poder-, también son productos de consumo. El ecologismo, esa idea, que debiera ser uno de los más gruesos pilares de las políticas que se disputan escaños, se ha convertido en fuente inagotable de ingresos para los mismos que se empeñan, por activa y por pasiva, en destruir aquello que nos permite algo tan básico como es respirar.

Y aunque pongo el ecologismo en la cúspide de las ideas, la pirámide es tan grande que ninguna ideología tendría capacidad de abarcarla con el hipotético fin de hacer de nuestro mundo un lugar mejor.

Tal vez, en esta estructura de las ideas, sólo la igualdad entre los primates avanzados que somos, podría tener una cota elevada de importancia. También en esto compramos y vendemos. Porque la igualdad se ha vendido hasta tal punto que cada colectivo, cada grupo que nuestra forma de vida ha oprimido, ha sido desguazado por la ideología en la compra venta de activos. El concepto igualdad se ha difuminado en un millón y una de piezas cada vez más irreconciliables. Todo ello en favor de deshacer el único frente común con capacidad de combatir la destrucción que ya sabemos es consecuencia natural del neoliberalismo.

Con estos mimbres, muy a mi pesar de acero forjado, de poco sirve abanderarse, de nada sirve decirse uno ser de izquierdas. Porque si la derecha –entendida como el nacionalismo de las esencias- es un disfraz que ni sus defensores se creen, la verdadera izquierda –que para cada cual es una diferente- es una tienda de segunda mano. Y no precisamente de las mejores.

Eduardo Flores, colaborador habitual de La Mar de Onuba, nació en la batalla de Troya. Es sindicalista y escritor. En su haber cuentan los títulos Una ciudad en la que nunca llueve (Ediciones Mayi, 2013), Villa en Fort-Liberté (Editorial DALYA, 2017) y Lejos y nunca (Editorial DALYA, 2018).

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