Pedro y Pablo, dos colegas en Dunkerque

Había planeado salir de pesca. Una cosa elaborada, para tirar por largo en la orilla bien pertrechado. En un segundo plano del viernes los distintos episodios iban cobrando forma en la imaginación. Se recreaban a partir de la memoria. Se daba inicio a un ritual muchas veces repetido. Uno en el que se dan no pocos pasos hasta que te encuentras cara al mar frunciendo el ceño por la quietud de los puntales recortando el cielo en el ocaso onubense, que es como contemplar el eterno retorno del más bello apocalipsis.

A última hora de la tarde del sábado he cumplido con gran parte del ritual. Me falta bajar al coche cargado como un mulo y poner rumbo hacia esa orilla que ya sé que no voy a pisar.

No sé de qué manera ocurrió que cambié una orilla por otra en pleno proceso de digestión. Se me cruzó Dunkerque (Cristopher Nolan, 2017) y en el sofá que me quedé; quiero decir, en la playa de una huida asediada en retaguardia por los carros nazis y por la Lutwaffe en el aire. Los británicos necesitaban con urgencia reagruparse en su isla en plan Brexit -pero por cojones-, toda vez que Francia ya se encontraba comiéndose un marrón de los gordos. Churchill ponía sus barbas a remojar. En la peli el drama se construye a grandes rasgos y a lo espectacular a partir de otros pequeños dramas sin excesiva profundidad. Me recordó por momentos lo del cisco de investidura de los Pedro y los Pablo.

Nolan no encuentra la emoción (como los Pedro y los Pablo, que no se encuentran ni la picha al mear), ni siquiera a través de una fotografía impresionante. Y yo ya -todo apuntaba a ello- no me iba de pesca.

A veinte minutos de un final conocido y a una hora extraña en un teléfono que suena lo justo un sábado cualquiera del año leo en la pantalla el nombre de José Rasero. Sepa el improbable que uno sabe nada o casi nada de cualquier cosa. De las de casi nada una es que si llama José he de aceptar la llamada.

José Rasero Balón es un escritor (La novela de Flor Parodi, Ediciones Mayi 2019, recomendabilísima última publicación) que está tan loco o más que yo (defiende cierta creencia popular en la que se asegura la resurrección del cangrejo moro). De ahí lo necesario de la atención.

Quería saber cómo me encontraba. Lo hacía a su manera, claro. Hablamos durante cuarenta y tres minutos y siete segundos. También quise yo de pronto saber cómo se encontraba él. La norma en nuestras conversaciones suele ser hablar mucho para no decir nada en absoluto. Esto es, el mayor grado de comunicación que se puede dar entre dos bichos humanos. Sigue en un puesto inmediatamente inferior, en un orden de calidad comunicativa jamás escrito, a echar un polvo. Algo que ambos no nos planteamos porque ya nos va bien así.

Claro, claro, política, hablamos de política, cómo no. Ya dejé escrito que ambos compartimos locura, que nos preocupan cosas propias de locos. Locos y rojos, que sería el título de una disparatada película en la que tal vez, y sólo por divertirnos, José y yo haríamos una escena de cama. Yo qué sé. De Pedro y Pablo hablamos. Cómo no. De manifiestos. De lo genuinamente resignados que probablemente nos sentimos desde un activismo alumbrado por la locura. De todo esto de los Pedro y los Pablo le digo que, en mi opinión, y, en algún momento, Sánchez debió pactar con el demonio. A lo que me respondió con una recomendación literaria que se proponía reseñar. Como nuestra comunicación funciona así pasamos a hablar de libros, de Obama, del papa Francisco y de temas varios, hasta que me preguntó de nuevo por lo que yo había dicho del demonio. Entonces le dije no sé qué del Imperio Romano de Occidente, de patrimonios heredados ilícitamente desde que el mundo es mundo, de herederos cabrones y de muchas otras cosas de locos. De ahí que diésemos con Iglesias y su última jugada de ajedrez y de lo bien que se lo tienen que estar pasando ahora mismo en Ferraz con decenas de litros de pacharán. Ni José ni yo lo dijimos ni lo hemos hablado nunca, creo, pero compartimos mismos sentimientos de nostalgia por un quince eme ya tan olvidado.

Admiro profundamente la locura de José Rasero. Es cierto que yo tengo mis gorriones y mis gatos negros. Pero la suya es una locura como de niño. Me lo demuestra cuando le digo que debemos dejar de escribir para dedicarnos a leer nada más. ¡Tú estás loco! me dice (la sartén al cazo). Que no, que debemos escribir sin parar, apunta. Que es lo que imagino que diría un niño loco. Y yo que nanai (loco revejío): que ni una coma, leer na más, que escribir resta tiempo a la lectura, lo que de verdad importa. Así nos pasamos un rato. De pronto éramos como Pablo y Pedro, pero sin liquidez ni leones en la puerta de casa. Eso sí, él con sus razones y yo con las propias, decidimos que ni las suyas ni las mías, ya que siempre hay quien ha de escribir para que otros lean y viceversa. Eso tampoco lo dijimos, cambiamos de tema sin más. Qué van a decir los Pedro y los Pablo, vaya el improbable a saber. ¿De dónde sopla el viento?

Cuando le dije a José que mi plan original era el de irme a pescar pero que finalmente no había ido y que me encontraba a veinte minutos del final de la película de Nolan me preguntó si lo de la pesca era para curarme. ¿Para curarme de qué? pregunté para mis adentros. Ni yo había mencionado dolencia alguna ni ninguno de los dos hemos mostrado el más mínimo interés por abandonar la locura. Como respuesta le hablo de la peli, del amor y de otras cosas de locos. Me dice que se apunta el título y que ya la verá o no. Me recomienda a cambio la peli documental Caballas (pinchen pinchen: abierto en Youtube) de nuestro gran amigo común y hombre renacentista posmoderno José Manuel Serrano Cueto (quien tuvo a bien elegir como director de fotografía ni más ni menos que a mi queridísimo don Pepe Freire, ahí es na, más bonico él que un San Luis de palo, que se presta a to estos fregaos), a propósito de mi amor loco por la mar y todo lo que tiene que ver con ella (la pesca, por decir): «El mar nunca ha sido amigo del hombre, como mucho ha sido cómplice de su inquietud», que diría Joseph Conrad. Cita en la que quizá, y en mi caso, bien podría cambiarse inquietud por locura.

Qué poco importó al colgar lo de los Pedro y los Pablo. Qué poco la pesca. Qué bien suenan los cascabeles, José, qué bien suenan.  ¿Te he dicho que no he ido a pescar?

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