Refugiados: ni en lo más básico son tratados dignamente

por Luz Modroño Centro Unesco

En estos días en que se celebra el 71º aniversario de la declaración universal de los Derechos Humanos convendría reflexionar si su objetivo principal de universalidad, principio primero de todo su contenido y desarrollo, ha sido alcanzado. Y basta una somera mirada al mundo que nos rodea para comprobar que aún, y a pesar de haber sido suscrita por una gran parte de los países de los cinco continentes, sigue siendo un conjunto de buenas intenciones que remarcan la injusticia y ponen en evidencia los privilegios de una minoría, la que formamos quienes hemos nacido bajo la seguridad de un mundo en paz. 71 años después de su aprobación, derechos básicos como la vivienda, la alimentación, la salud… continúan siendo un sueño inalcanzable para millones de personas.

El artículo 25 de la Declaración proclama textualmente que “toda persona tiene derecho a un nivel de vida adecuado que le asegure, así como a su familia (…) la alimentación, el vestido, la vivienda…” Sin embargo, hoy aún queda un largo camino para siquiera aspirar a él. Mientras Europa habla y conmemora festivamente ese hito histórico, millones de seres humanos viven bajo amenazas, persecuciones, violaciones…

Tampoco las personas que, arriesgando sus vidas, huyeron en busca de una más digna que la que dejaban atrás, tienen posibilidad de disfrutar de ese legítimo derecho a una alimentación capaz de cubrir las necesidades básicas. No importa la edad, la constitución física o la enfermedad. La alimentación, tanto en las islas como en Atenas, se ha convertido en un negocio lucrativo para la empresa que la distribuye y en un repulsivo e insuficiente recurso para quienes la reciben.

No quieren recogerla. La queja por su insalubridad es generalizada. “Me sienta mal -asegura una refugiada-. No tengo para comprar otra pero esa me hace daño”. La tierra que rodea los campos de refugiados se llena de recipientes de plástico que han contenido una comida no apta. Comida que, en múltiples ocasiones, termina esparcida junto a su envase y es rápidamente devorada por gatos hambrientos que forman parte del paisaje griego. La basura se acumula y crece. El plástico generado por los miles de recipientes inservibles que se tiran cada día atenta contra el más elemental de los principios ecológicos. Plástico inservible, solo apto para justificar una comida que pocas personas recogen. Solo la extrema necesidad anima a los refugiados a hacer interminables filas con la esperanza de llegar antes de que no quede nada. La empresa de catering no respeta el número de refugiados registrados y no elabora para todos. Sabe que muchos no irán, que prefieran comer una pita elaborada por ellos mismos o comprarla a un vecino en un improvisado horno de barro, a usanza de los que fabricaban en el lugar donde nacieron, excavado en el suelo, que ingerir un alimento que les producirá con toda seguridad fuertes trastornos digestivos. Pero cuando el hambre es grande, no se piensa sino en saciarla.

Por entre las tiendas que abarrotan el escaso espacio existente de vez en cuando se ven algunos niños vendiendo por cincuenta céntimos una pita. Muchos no tendrán otra cosa que comer. En estos días han muerto diez personas al norte de Grecia, donde el frío ha hecho aparición trayendo las primeras víctimas. Al sur la lluvia sólo se toma pequeñas treguas. La humedad rezuma y se cuela por cualquier rincón, por cualquier grieta. Y el cuerpo, mal alimentado, mal vestido, mal calzado, no resiste. Los primeros síntomas de enfermedad pronto se convierten en un drama más. En Samos, un hombre pide socorro: “Mi mujer está enferma. Tiene fiebre, tiene tiroides” y enseña un doblado papel muy cuidado. Ella es grande, alta. Va vestida con un ligero vestido que no le resguarda del frío ni de la lluvia. Hace meses que llegaron y la ropa que reparte una organización voluntaria en su warehouse sólo llega para ese número incesante de personas que llegan cada noche. Si vinieron antes no les toca. No obstante, nada es imposible y, después de mucho rebuscar, conseguimos un abrigo grande y grueso que, al menos, la protegerá de este frío húmedo que se instala en los huesos para no salir. Cada día un poco más enferma, el grito de su marido es también más intenso. Han conseguido ir al hospital. Pero la receta no está a su alcance: “Esta mujer no puede vivir en el campo. Las condiciones de humedad y frío van a agravar su estado ya muy delicado”. Esta vez es la ironía mezclada de impotencia la que se pasea por entre el aire que nos envuelve. ¿Cómo, dónde conseguir una pequeña habitación que reúna unos mínimos requisitos de habitabilidad? ¿Con qué hacer frente al gasto que eso supone? ¿Dónde encontrar ayuda? ¿A quién recurrir? De nuevo, un grito sordo y desgarrador llena el espacio de impotencia. Una organización, Praxis, que busca habitaciones para las personas más vulnerables, quizá pueda ayudarles. Pero el médico que dio tan sencilla y elemental receta se olvidó de firmar papel alguno con el que pedir esa habitación que pueda salvar su vida. El frío avanza, el invierno está muy cerca y, como un animal cruel, viene acompañado de un viento gélido que golpea las telas de estas tiendas asociadas a tiempo vacacional para la ciudadanía europea y de una intensa lluvia que llenará de lodo sucio y pegadizo el exterior.

El escaso dinero que tienen (140 euros al mes) apenas da para comer de vez en cuando algo que sustituya a los alimentos repartidos por la empresa de catering ligada al ejército. “En Samos sólo hacen para tres mil. Y, aunque son más de seis mil los que hoy están ya aquí, sobra y hay que tirarla” -cuenta Anne, una voluntaria de Refugees for Refugees-. “No hay control alguno. Cuando llega el camión que trae el catering, el soldado que lo recibe firma la hoja de recepción y se va. No hay recuento alguno ni control, solo se estampa la firma de haber recibido”. “Saben que muy pocos van a ir a por ella y también que, cuando abran la caja de plástico en la que se sirve, van a tirarla. Así que ¿para qué hacer más?” No obstante, como en Lesbos, Chios, Atenas… la empresa de catering cobra 8 euros por persona. De agua, una botella al día.

La preparación de la comida se lleva a cabo en Atenas. De aquí se distribuye tanto a los campos de Atenas como a los del Norte y a las islas. “Pero solo llega refrigerada” -explica Julio, coordinador de Movil Kitchen, una ONG española especializada en preparar comida para las personas refugiadas en Lesbos-. “Eso explica por qué llega podrida o en tales condiciones que la hace incomible” A diferencia de la congelación, la refrigeración no soporta oscilaciones de temperatura. “Si se rompe la cadena de frío de un producto refrigerado, las bacterias rápidamente lo atacan y lo descomponen” -explica mientras sigue contando- “Hace algún tiempo dieron pollo asado. Por fuera estaba tostado y crujiente, pero al partirlo aparecieron gusanos. Se había hecho rápidamente, su vista externa era apetecible pero estaba podrido antes de asarlo. La ausencia de control e inspección alguna abarca incluso a las calorías que se reparten (1500 calorías máximo). Da igual que se trate de un niño o niña pequeña, de un joven, de un adulto o de una mujer embarazada. No hay control para diabéticos u otros afectados por patologías que exigen una comida especial. La desidia lo marca todo. La desidia, la más absoluta falta de rigor y de control. Hace algún tiempo se destinaron millón y pico de euros para mejorar el saneamiento del campo. Nunca llegó a hacerse. Nunca se investigó que había pasado con ese dinero. Simplemente se destituyó al responsable y ahí acabo todo”

La impotencia, el desconocimiento y el miedo amalgaman mal e impiden la protesta colectiva. “El verano pasado las cosas llegaron a un extremo tal que se produjo una revuelta. Estuvieron varios días sin recoger una sola comida y mejoró algo pero poco después todo volvía a la cotidianidad marcada por la podredumbre”-añade-. La ingente falta de control tanto en la cantidad como en la calidad de la comida oficial explica -testimonian diversas fuentes- ese acoso permanente a las organizaciones no gubernamentales que se dedican a la preparación de una comida ajustada a unas mínimas normas de calidad. Desde 2016, y tras la primera crisis humanitaria en Grecia, se les impidió la entrada al campo. Hoy siguen haciendo su trabajo diariamente, las personas refugiadas saben dónde ir a buscarlas pero el campo no se ha vuelto a abrir para ellas.


Luz Modroño

Resultado de imagen de luz modroñoLuz Modroño es doctora en psicóloga y profesora de Historia en Secundaria. Pero es, sobre todo, feminista y activista social. Desde la presidencia del Centro Unesco Madrid y antes miembro de diversas organizaciones feministas, de Derechos Humanos y ecologistas (Amigos de la Tierras, Greenpeace) se ha posicionado siempre al lado de los y las que sufren, son perseguidos o víctimas de un mundo tremendamente injusto que no logra universalizar los derechos humanos. Y considera que mientras esto no sea así, no dejarán de ser privilegios. Es ésta una máxima que, tanto desde su actividad profesional como vital, ha marcado su manera de estar en el mundo.

Actualmente en Grecia, recorre los campos de refugiados de este país, llevando ayuda humanitaria y conviviendo con los y las desheredadas de la tierra, con los huidos de la guerra, del hambre o la enfermedad. Con las perseguidas. En definitiva, con las víctimas de esta pequeña parte de la humanidad que conformamos el mundo occidental y que sobrevive a base de machacar al resto. Grecia es hoy un polvorín que puede estallar en cualquier momento. Las tensiones provocadas por la exclusión de los que se comprometió a acoger y las medidas puestas en marcha para ello están incrementando las tensiones derivadas de la ocupación tres o cuatro veces más de unos campos en los que el hacinamiento y todos los problemas derivados de ello están provocando.


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