Un (corona)virus para bajarnos a todos (del mundo)

por Eduardo Flores

 

 

Mientras escribo estas líneas se inflaman las calles de aplausos.

Las aceras han sido abandonadas, sin embargo. Una patrulla de la local circula a velocidad anormalmente reducida. La noche cae en esta segunda jornada de cuarentena. Hasta en las redes sociales se navega sobre aguas en calma chicha. Es como en La línea de sombra, de Joseph Conrad. No hay, empero, nada de trágico en el momento. Bien al contrario, celebramos una especie de íntima festividad. Como cumplido el deseo en forma de meme, el mundo se ha detenido para que podamos bajarnos.

Se podría decir que lo hemos hecho gustosos.

La intrusión del 2019-nCoV en nuestro día a día no empezó con buen pie. Se construía un inmenso hospital de urgencia en China y aquí, en el Occidente, decidimos venderlo de cualquier hechura. El tertulianismo de baratillo decidió ponernos en el palo con una venta al por mayor bien inexacta. Todavía estábamos sanotes.

Pero cantó la gallina. En cuanto subió la fiebre en Lombardía se afilaron nuestras orejas. Y claro, no lo podíamos saber. En el baratillo de la información, donde vender prima sobre la vida de las personas, se ignoraba sin complejos lo contagioso de la ignorancia. Ya estábamos enfermos, no era un virus. Y lo peor estaba por llegar.

Lorenzo Milá puso pie en pared cuando menos lo esperábamos, clavando una pica de tranquilidad desde Italia. La capital del Reino estornudó entonces. Y una vez más, un señor cuyo nombre olvidamos de una vez para otra, Fernando Simón –no en vano director del Centro de Coordinación de Alertas y Emergencias Sanitarias, epidemiólogo-, dijo aquí estoy yo. Para quien quisiera escuchar. Claro.

No todo el mundo lo quiso.

En esta noche de confinamiento todo esto ya es historia.

Porque por una vez en lo que me da el recuerdo de mi experiencia hemos sabido estar a la altura de nuestro futuro, que no es más que valorar el presente con cierta perspectiva.

La voz más aguardientosa y pesimista de mis adentros se resiste a aceptarlo.

Coño, en algún momento, justo en el preciso instante que precedió al estado de alarma impuesto por el gobierno, se nos alumbraron de súbito las entendederas. Los jueves, milagro.

Sin ser, precisamente, servidor de mis improbables, una criatura luminosa, tuve la fortuna de observar, con una especie de onanismo intelectual y respeto, un momento que siempre creí inalcanzable: se alzaba ante mí una forma de “cuñadismo” ilustrado; finalmente los mismos medios de los que rajaba unas líneas más arriba cumplían con cierto deber de servicio púbico.

¿Ver para creer? La cosa no queda ahí.

En la barra de mis bares la parroquia departía, sorprendentemente desprovista de la autoridad y la vehemencia que camufla la estulticia predominante en estos contextos, sobre la situación que vivíamos con no pocos destellos de lucidez.

Que Paco “el trancas” confrontase la relativa gravedad del covid-19 con las medidas esperables para paliar el colapso de nuestro sistema sanitario me reconciliaba con la especie. A ver cuánto dura.

En la noche tras mis ventanales hace poco que callaron los aplausos que alababan y arengaban a los muchos profesionales encargados de ayudarnos a superar esta crisis sanitaria, el empellón de realidad.

Hemos parado el mundo, y no sólo por un imperativo gubernamental. Se nos han proporcionado las armas que se forjan con la información, el sentido común y una medida justa de acojone. Lo hacemos porque hoy sí sabemos que es un deber moral. Y, de extraña y romántica manera, añadiría, por amor.

¿Será pues, que necesitábamos un virus, en cierto modo, más amable del virus que somos como colectividad sobre la Tierra? ¿Será que el individuo se ha visto una vez más parte del colectivo que deberíamos ser por y para el individuo que lleva cada uno de nuestros nombres? ¿Será que lo vírico de un tipo particular de coronavirus ha dado en el clavo que nunca amartilló nuestra política como expresión máxima de la civilización?

Qué será, será. Whatever will be, will be. The future´s no tours to see. Qué será, será.

Desde hace ya un tiempito veníamos pidiendo que se parase el mundo para bajarnos. A lo mejor lo hemos conseguido. Ya vendrá quien nos lo joda. Entonces no será un virus.


Eduardo Flores nació en la batalla de Troya. Es sindicalista y escritor. En su haber cuentan los títulos Una ciudad en la que nunca llueve (Ediciones Mayi, 2013), Villa en Fort-Liberté (Editorial DALYA, 2017) y Lejos y nunca (Editorial DALYA, 2018).

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