Unamuno y las urracas

Acuarela de la serie Urracas, José Manuel Benítez Ariza.
por Eduardo Flores

Muy en el fondo da un poco igual lo que dijera Miguel de Unamuno en el Paraninfo de la Universidad de Salamanca. Quien lo leyó lo sabe. El intelectual siempre fue un objetivo de la estupidez (de la suya incluso, cabría decir). Es el complejo de la sinrazón. Después de todo, eso no es lo peor. Al caso, lo más terrible, es la intelectualidad de férreas convicciones, excesivamente coherente, tan cómodamente apoltronada.

Las cuestiones de escasa relevancia imponen en esta ocasión a la urraca como tema. Son las cosas que realmente me interesan. Tuvo a bien mi muy admirado -escritor y poeta sin embargo, nadie es perfecto- José Manuel Benítez Ariza (Cádiz, 1963. Ha escrito -escribe- por los codos hasta una treintena de libros, prosa y poesía, así como traducciones. Pasen y vean por aquí: Columna de humo) dedicar en estos días una entrada en Facebook, acuarelas y poema de por medio, un tiempito a este ave, por otro lado compañeras de mis jornadas: no pasa día sin breve contemplación de urracas. Frecuentan las inmediaciones de las naves graneleras que me salen al paso a diario.

Hay quien dice de ellas que en ocasiones les da por atacar al humano (cuentan con mi perdón de ser cierto, y con mi envidia). Contradice el gusto de observarlas sin riesgo hasta la fecha, allá sobre el verde de los pinares próximos al monasterio de La Rábida, por decir. Tan cerquita la Ría de mis amores y ratos de pesca. Recuerdos de Baudelaire que me vienen, que también le dio por esto de pajarear por escrito y en verso: «A menudo, para divertirse, suelen los marineros/ dar caza a los albatros, vastos pájaros de los mares,/ que siguen, indolentes compañeros de viaje,/ al barco que se desliza sobre los amargos abismos.»

El poema de José Manuel es preciso en tanto se corresponde con mis ensoñaciones de observador alienígena de estas aves, empero, investigador de asuntos de escasa relevancia. Quiero decir, cualquiera cosa que dijera Unamuno el día en que decretaba supuestamente la muerte de le inteligencia, es, debe de ser, verdad incuestionable. Más que nada porque en ninguna de las versiones creíbles de aquello, el sumo pontífice de las letras entonces, se vende a la barbarie. Del mismo modo, pienso, la urraca nunca ataca, si no es por motivo sobradamente justificado. Se le debieron tocar mucho los cojones a don Miguel aquel día, pienso. La urraca no posee nunca una verdad tangible. Se las ve tan capaces de atacar como de lo contrario, son como gatos sin alas. Sus colores, eso sí, las delatan. A don Miguel de Unamuno lo delataba una infranqueable permeabilidad. Era inteligencia en movimiento. Algo que no podía sino insultar al tullido intelectual de Millán Astray y sus acólitos y sus herederos, que seguimos padeciendo hoy en día: Santi Abascal, Ortega Smith, Casado y Rivera. Tipejos estos que deben de reaccionar con urticaria severa todo libro que no esté firmado por César Vidal.

Las urracas arriesgan de continuo sus vidas en las carreteras por donde los camiones dejan su huella alimenticia. La carretera siempre está donde mismo. Por ella circulan, también de continuo, una panoplia de vehículos potencialmente homicidas. No obstante, las urracas nunca calculan y se la juegan, como si del Paraninfo de la Universidad de Salamanca un día cuatro meses después del inicio cabrón de la Guerra Incivil se tratase. Grano, carretera y vehículos son invariables. Es la verdad, respecto a la voluntad, cuanto evita la foto. Esto es, la muerte.

Y fue eso mismo. Así ocurrió. Trapiello lo sabía y no propuso juicio alguno, mal que le pese a los Pérez-Reverte de la vida. Don Miguel era un buscador que erró cuanto pudo hasta ocupar el sitio que todavía hoy merece. Ejercía el oficio de la duda y lo hizo con vehemencia, actividad tan imperdonable el día de autos como ahora; un rasgo quizá de la genética vasca, tan denostada a la sombra de una bandera cualquiera como la rojigualda. Ejercía de urraca. Tal y como me la pinta en su poema/acuarela José Manuel Benítez Ariza, del que no deberían perderse su sobria herencia proustiana, Trilogía de la transición (Editorial Dalya, 2018, a la que le debo unas palabras que viven más allá de mis posibilidades).

Por mantenerme en la línea, no se observan gorriones donde las urracas. No compiten. Será que la inteligencia, lo que quiera que sea eso, lo que quiera que signifique la intelectualidad, suprime toda necesidad de competir. En cualquier caso, desconfíen de la próxima película del bendecido del cine patrio, Alejandro Amenábar. No es improbable que cuente una verdad. Quiero decir, una ficción. Quiero decir, lo que pudo y no fue y todo lo contrario. Vayan a conocer a don Miguel de Unamuno en sus libros y no necesitarán Historia.

Las urracas seguirán mañana en el mismo lugar, cuando enfile la recta que me lleva al trabajo (hacia los bufidos de una gata negra y salvaje). En el mismo preciso lugar que ocupa Unamuno en la Historia de la Literatura Española (la generación del 98 nos explica el presente más que el pasado). Donde mismo José Manuel Benítez Ariza pinta con más voluntad que calidad -que no cariño- sus poemas (emoji guiñando cómplice un ojo).

El mismo lugar del mundo que comparten urracas y gorriones.

(Ah, sí, se me olvidaba: ¡hala, vayan rumiando el voto!)

URRACAS, por José Manuel Benítez Ariza

Siempre de dos en dos, urracas,
con vuestro alegre traje de Arlequín
y algo malévolo y quizá siniestro
en vuestro proceder, que mezcla
la picardía del ladrón
de poca monta con los hábitos
malsanos de las aves carroñeras.

Y, sin embargo, y no sabría
decir por qué, vuestra irrupción
repentina en un claro del parque, entre los pinos
o desde la cuneta, en el ramal
entre desmanteladas fábricas y solares vacíos,
supone casi siempre
—y digo “casi”
porque a veces hay algo, una especie de terca
reserva para agradecer el don
de lo que se revela en su simpleza,
en un modo de estar que no cuestiona
ni interroga, sino que sólo afirma—

el añadido de una nota súbita
de vida y movimiento
al ánimo que extiende su mirada
por los campos vacíos, oscuros todavía,
y cree confundirse, sin redención posible,
en esa oscuridad,

hasta que de ella,
con un revuelo de estandartes
ajedrezados, surge vuestro vuelo,
no exactamente airoso, sí burlón,

y uno arrincona su tristeza
como si fuera un abalorio inútil
que os quisierais llevar.

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