‘Sin tetas no hay Paraíso’, por Eduardo Flores

por Eduardo Flores

 

Martes. 15 de agosto de 2023. Para servidor, como hombre blanco heterosexual, el pecho femenino siempre es algo hermoso. Me es del todo inevitable, qué quieren que les diga. Podría decir incluso hasta que siento debilidad por ellos. En justa correspondencia siempre he procurado tratarlo con cariño cuando me ha sido claramente ofrecido. Lo que quiero decir con esto es que entiendo perfectamente el malestar de cierta parte de la sociedad cuando Eva quiso mostrar el suyo.

Eva es la cantante y directora de uno de los grupos pop más punteros de la historia musical patria más reciente. Antes que eso es mujer. Sensible al pulso social, al del escenario en el que nos movemos los vidandantes. Que se llame Eva no es más que una casualidad poética. O no, que quién sabe. En cualquier caso, al pelo para hacer lo que hizo, por lo que luego comentaré.

Premeditado o no, Eva consideró necesario reivindicar sobre las tablas del Sonorama su Ser Mujer. Lo hizo en el introito de un tema bien movido y popular que tiene por buen título Revolución. La historia que siguió -que sigue- por las redes sociales ya la conocemos todos: los hunos y los hotros (extremos a ambos lados del cable, que no de la ideología), cada uno tirando para su yerba, tal vez en honor a Goya, tal vez por majadería.

Como decía al principio casi no puedo evitar ser hombre la mayor parte del tiempo y sí, soy especialmente sensible al pecho femenino. Como crecí en una cultura en el que las partes íntimas de los bichos humanos debían ser recatadamente cubiertas por la ropa, cualquiera que fuera el contexto, el pecho femenino me fue dado por vez primera -obviamos la lactancia, claro está-, en un acto que no tenía poco de ritual sagrado. Se podría decir, y sabiendo lo que hoy sé, que, en realidad, no tenía ni idea de qué hacer con ellos. En definitiva, no los entendía. Probablemente hoy siga sin entenderlos del todo.

Que qué no entendía, a un lado lo claramente fisiológico: muy fácil: que el pecho femenino es también un símbolo que en nuestras raíces como especie representaba un poder divino. Nuestras primeras sociedades de cazadores recolectores -alguna que otra sociedad actual de mismo perfil- adoraban la feminidad y, más que la vagina, tan claramente significada, era el pecho femenino lo que nos movía a la genuflexión. Nunca ha estado más justificada una creencia que cuando se adoraba a la mujer.

Con la llegada de una primitiva tecnología la divinidad cambio de sexo. Y hasta la fecha.

Hasta la fecha -no descubro América- la mujer ha sido sometida hasta extremos de los que a lo peor todavía no somos lo suficientemente conscientes los hombres. No sólo nos meamos en el fuego de aquellos nuestros ancestros con la injusticia que hemos tratado a sus (nuestras) diosas estos últimos milenios, sino que además las seguimos matando con una frecuencia rayana en el genocidio. Y eso en la supuesta sociedad más avanzada que hemos sido capaces de desarrollar.

Me viene al bote el relato bíblico del Génesis, que en herencia babilónica tuvo a bien continuar la historia en la que la divinidad cambió unas tetas por un falo que hoy ya sabemos puede ser cualquier cosa menos infalible. No todo el mundo, sin embargo, conoce lo que ocurrió tal y como recoge el Antiguo Testamento.

Cuenta el Texto que Dios empezó a sentir cierta angustia existencial al ver a la parte femenina de su creación brincar por los placenteros jardines del Edén. Lo turbaba sobremanera la agitación de aquellos pechos acabados en porosas tachuelas. Le cogió cariño, o lo que sea, a la muchacha, y aquello no hacía sino generarle conflictos. Sobre todo, con Adán, que por escrituras debía ser el heredero en la Tierra.

Le pasaba a Adán que era hombre blanco heterosexual y que también veía hermoso el pecho de Eva. Le era del todo inevitable, casi como le ocurría a su Creador. Adán sentía debilidad por ellos, vestigio de lo que una vez fue adoración. Y hasta entonces creía haberlos tratado con cariño cuando Eva se los ofrecía, y ella se los ofrecía siempre y casi todo el rato; porque si a Adán le gustaba lo que hacía con ellos a Eva le gustaba tanto o más que él se lo hiciera, aunque las más de las veces fuera tan torpe. Dios, mientras tanto, andaba por ahí arriba, limitado su poder al ejercicio de mirar. Sin tocar.

Se sirvió Dios de sus muchas argucias para, de algún modo, convencer a Adán de que debía olvidar cuanto representaban las tetas de Eva para él; que a cambio heredaría la Tierra, lo que por otro lado ya le venía de serie. Y así obró. Y de tal modo fue que tanto Adán como Eva como Dios perdieron todos el Paraíso. No sé sabe a ciencia cierta por qué, que la Biblia no se caracteriza por detallar cuanto no le interesa.

Sea como sea, a partir de entonces, los hombres no podemos entender el pecho femenino. No podemos entender que Eva, ahora mucho más popular y empoderada, en un acto de justicia cuasi divina, se saque el pecho en el escenario de un festival para reivindicarse como Ser Mujer. No ya sólo por un pasado de oprobio y vejaciones, ni siquiera por un presente social y político bastante aterrador, sino por no perder el todavía escaso terreno alcanzado en materia de igualdad y seguir avanzando hasta que ya no sea necesario tener que enseñar las tetas o que enseñarlas no implique un juicio moral; sobre todo por parte de todos los que somos hombres blancos heterosexuales, que tenemos mucho por lo que callar.

Eduardo Flores, colaborador habitual de La Mar de Onuba, nació en la batalla de Troya. Es sindicalista y escritor. En su haber cuentan los títulos Una ciudad en la que nunca llueve (Ediciones Mayi, 2013), Villa en Fort-Liberté (Editorial DALYA, 2017) y Lejos y nunca (Editorial DALYA, 2018).

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