Pesticidas y párkinson: una conexión fuera de toda duda

Jinning Li/Shutterstock
por Sonia Villapol

 

Miércoles,17 de enero de 2024. Últimamente la enfermedad de Parkinson está experimentando un crecimiento acelerado. Entre 1990 y 2015, la cantidad de pacientes que sufren este trastorno neurodegenerativo se duplicó, superando los 6 millones. Y se estima que este número volverá a multiplicarse por dos en 2040, cuando previsiblemente haya más de 12 millones de personas afectadas.

La pérdida gradual de neuronas en el cerebro está vinculada al mal plegamiento y agrupación de la proteína alfa-sinucleína. Estos agregados tóxicos promueven el daño de las neuronas dopaminérgicas, que están especializadas en la producción del neurotransmisor dopamina y se ubican en la sustancia negra del cerebro. La pérdida de esas células es la responsable de los síntomas del párkinson.

Peligro en el ambiente

En cuanto a las causas, aproximadamente el 15 % los pacientes tienen antecedentes familiares. Estos casos pueden ser causados por variantes hereditarias (también llamadas mutaciones) en los genes LRRK2, PARK7, PINK1, PRKN o SNCA y por alteraciones genéticas que no han sido identificadas todavía.

Sin embargo, la mayoría de los casos se atribuyen a desencadenantes ambientales, factores de riesgo prevenibles que desempeñan un papel crucial en las probabilidades de sufrir párkinson. Entre los más destacados se encuentran los golpes repetidos en la cabeza, asociados con actividades como el fútbol americano, y la exposición a herbicidas y pesticidas. A continuación nos centraremos en estos últimos.

Una de las pruebas incriminatorias es que los agricultores son más susceptibles de padecer la dolencia en comparación con la población en general. De todos modos, tengamos en cuenta que aunque existan muchas personas expuestas de manera regular a pesticidas, solo tendrán papeletas de contraer párkinson las que estén genéticamente predispuestas.

Tras la pista de la microbiota

Además de controlar las plagas, los pesticidas pueden dañar no solo los cultivos, sino también a los animales y las personas. Los científicos han identificado diez productos –incluidos insecticidas, fungicidas y herbicidas– que deterioran significativamente las neuronas implicadas en el desarrollo de la enfermedad de párkinson.

¿Y qué mecanismos desencadenan estos efectos neurotóxicos? Parece ser que la presencia de los productos antes citados puede perturbar la microbiota, propiciando la acumulación de metabolitos tóxicos y la forma alterada de la alfa-sinucleína en los intestinos. Se ha demostrado que esta proteína mal plegada puede ser transportada desde las células enteroendocrinas (las encargadas de regular la ingesta de alimentos y el metabolismo) a través del nervio vago hasta el cerebro. Aquí se agregan para formar cuerpos de Lewy, depósitos asociados con la enfermedad de Parkinson.

Lista de cargos contra los pesticidas

A continuación explicaremos cómo actúan algunos de los pesticidas y herbicidas que producen toxicidad en las neuronas a la luz de las últimas investigaciones.

    • El glifosato, el herbicida más utilizado en todo el mundo, perturba el equilibrio de las bacterias beneficiosas que colonizan los intestinos humanos. También promueve el aumento de bacterias como los clostridios, que producen niveles elevados de metabolitos perjudiciales para el cerebro. Este fenómeno podría contribuir al desarrollo de enfermedades neurológicas. Varios experimentos con animales han demostrado que el glifosato provoca cambios en las sustancias transmisoras en el cerebro, reacciones inflamatorias, alteraciones del sistema energético de las células y estrés oxidativo. Además, la exposición a este compuesto se asocia con niveles más altos de proteína ligera de neurofilamento urinario, un indicador de daño neuronal en enfermedades neurodegenerativas.
    • Otro pesticida clásico, la rotenona, ha sido relacionado con la acumulación de la proteína alfa-sinucleína en el cerebro. La exposición breve a a este producto puede causar manifestaciones similares a las del párkinson. Estos síntomas empeoran poco a poco con el tiempo e incluyen cambios en la forma de actuar y problemas neurológicos. En un estudio con ratones, los investigadores inyectaron rotenona en el colón de los animales. Meses después, se evidenció un aumento en la producción de una forma perjudicial de alfa-sinucleína (denominada pS129) en los nervios primarios que abastecen el tracto digestivo y la sustancia negra del cerebro. Esto generó una degeneración de las neuronas dopaminérgicas y la función motora. Adicionalmente, los análisis de secuenciación microbiana revelaron que la rotenona alteró la proporción de bacterias Firmicutes y Bacteroidetes. Otro estudio corroboró este fenómeno al demostrar que los animales presentaban anomalías motoras meses después de la exposición a la rotenona, con una pérdida significativa de neuronas dopaminérgicas en la sustancia negra y una respuesta neuroinflamatoria.
    • La deltametrina es otro insecticida capaz de perturbar la señalización de dopamina. Los ratones en contacto con este compuesto experimentaron alteraciones en las vías de dopamina, pérdida de la capacidad motora y cambios cognitivos. Estos resultados indican que la ingesta de deltametrina en la edad adulta puede producir modificaciones en el intestino y el cerebro relevantes para el desarrollo del párkinson.
    • Finalmente, el fungicida benomyl se ha vinculado con un aumento en el riesgo de sufrir la enfermedad que nos ocupa al inhibir la enzima aldehído deshidrogenasa, con consecuencias nocivas para el cerebro. Normalmente, dicha enzima es responsable de metabolizar grasas, proteínas y toxinas como el alcohol.
Una regulación controvertida

Es crucial comprender los mecanismos involucrados en la toxicidad de los pesticidas y herbicidas para encontrar nuevas estrategias preventivas y tratamientos. A pesar de que las agencias reguladoras minimizan los riesgos para la salud –la Comisión Europea acaba de extender el uso del glifosato por un período de diez años–, investigaciones adicionales respaldan sus efectos nocivos, tanto neurológicos como cancerígenos.

Es posible que la toma de estas decisiones esté influida por los intereses comerciales de la industria agroalimentaria. Los factores de riesgo intrínsecos, como la edad, el sexo y la genética, son inevitables, pero los ambientales no. Las cifras podrían cambiar con el tiempo, ya sea para mejor o para peor, dependiendo de las acciones y medidas legislativas que se tomen ahora para limpiar el medio ambiente y mejorar los estándares de salud y seguridad.

Sonia Villapol es Assistant Professor, Houston Methodist Research Institute. Sonia Villapol (Bretoña, Lugo) se licenció en Biología Molecular y Biotecnología por la Universidad de Santiago de Compostela en 2003. Cuatro años más tarde obtuvo el máster y el doctorado en Neurociencias por la Universidad Autónoma de Barcelona. De 2007 a 2010 trabajó como investigadora postdoctoral la Universidad Pierre y Marie Curie VI (CNRS) y en Hospital Robert Debré (INSERM) en París, Francia. En 2010 se trasladó a los EE. UU. Para continuar su formación postdoctoral en los Institutos Nacionales de Salud (NIH) y el Centro de Neurociencia y Medicina Regenerativa de la Uniformed Services University (USUHS) en Bethesda, Maryland. En 2014, se unió como profesora al Departamento de Neurociencias de la Universidad de Georgetown en Washington, DC. En julio de 2018, trasladó su laboratorio al Texas Medical Center en Houston, donde es investigadora principal y profesora en el Center for Neuroregeneration en el Methodist Hospital Research Institute, además de tener como segunda afiliación en la Facultad de Medicina en Weill Cornell en Nueva York. La Dra. Villapol ha recibido financiación del NIH como investigadora principal, donde participa en paneles de revisión de propuestas de financiación. Se desempeña como editora asociada de la revista Cellular and Molecular Neurobiology (Springer) y también es revisora en múltiples revistas científicas. Ha publicado más de 60 artículos en revistas y capítulos de libros. Sus intereses de investigación se han centrado principalmente en dilucidar los mecanismos de neurodegeneración, neuroinflamación o neurogénesis a través de varios modelos animales de lesión cerebral, trauma o accidente cerebrovascular y enfermedades neurodegenerativas como el Alzhéimer. El foco de su laboratorio es buscar nuevos tratamientos neurorestorativos para el daño cerebral y abrir la puerta a terapias alternativas que recuperen el cerebro dañado y reduzcan la respuesta inflamatoria y su afectación en el resto de órganos. Su laboratorio también tiene líneas de investigación relacionadas con los efectos de la microbiota intestinal en el cerebro, y más recientemente estudios sobre cómo la flora bacteriana puede afectar la inflamación o los efectos neurológicos en la COVID-19. Es parte de la Sociedad Americana de Neurociencias, Neurotrauma y del Equipo de Investigación Internacional de COVID-19 (COV-irt.org).


Una investigación detecta pesticidas prohibidos en las aguas de Doñana y alerta de su riesgo para la vida acuática

Sea el primero en desahogarse, comentando

Deje una respuesta

Tu dirección de correo no será publicada.


*


Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.