Europa, tienes la palabra

FOTO: Raul Ibáñez
por Luz Modroño

 

Con el cuerpo sobre el asfalto y una piedra por almohada duermen niños agotados. Otros se extienden a lo largo del arcén de la carretera que flanquea el campo hoy abrasado. En ese arcén una mujer, pañuelo negro cubriendo la cabeza y encorvada sobre sí misma, da vueltas con un palo a algo que parece un guiso en una marmita. Cerca, una larga cola de personas de todas las edades esperan pacientes bajo un inclemente sol y rezan a algún dios pagano para que, después de tan larga espera, tres o cuatro horas, cuando el turno les llegue aún quede algo, aunque sea un resto de lo repartido. Otros tantos vagan sin saber adónde ir, desorientados, perdidos. Más allá, una madre amamanta a su bebé. A su lado, una niña de corta edad se agarra a su falda y, entre llantos, pide comida. Otro enseña a un fotógrafo la cicatriz que cubre su torso mientras asegura que la bala que la produjo aún está dentro de su cuerpo…

No tenían nada salvo el techo de tela parcheada de unas tiendas de campañas viejas y sucias del uso y algún plato desportillado. El fuego los dejó sin nada. 

Son escenas cotidianas que estos días asaltan las pantallas de la televisión. Escenas ignoradas durante años que no son sino la cara visible de una vergüenza transformada en tragedia. Poco a poco, el interés mediático va disminuyendo casi al mismo tiempo que aumenta el pisoteo de los derechos humanos y el desprecio del gobierno hacia estos seres humanos perdidos, desorientados, atemorizados. Solo la pertinaz y constante acumulación surrealista de humillaciones que los refugiados reciben día a día mantiene ese interés que corre el riesgo de desvanecerse. Europa tiene la palabra.

Lesvos, el mayor campo de refugiados de Europa, hoy arrasado por las llamas, ocupa las portadas de la prensa física y digital y las parrillas radiofónicas y televisivas abren con las imágenes dantescas de un incendio que podía haberse evitado. No era el primer incendio pero sí fue el último. Esta vez no ha habido víctimas, otras si las hubo. La indiferencia, la ignorancia, la aporofobia están en la base de tanto horror. Constituyen una de las patas sobre las que se sustenta este resultado apocalíptico final. La otra, la propia política europea, que antepone a la obligada respuesta basada en los derechos humanos el levantamiento de muros y concertinas, de barreras que corten el paso a este éxodo del siglo XXI, aunque sea contando con la connivencia de países caracterizados por la burla y el desprecio a las decenas de acuerdos firmados en torno a los DDHH.

El fuego ha conseguido que las condiciones inhumanas en las que viven miles de personas despierten las conciencias dormidas de Europa. El mundo mediático en el que vivimos se revuelve ante la magnitud de unas llamas mientras ha permanecido impasible ante la muerte lenta, el infierno cotidiano en el que viven los condenados a huir.

Un incendio que podía haberse evitado años atrás. Un incendio que, en realidad, había comenzado hace cinco años. Lo que ahora se ha quemado ha sido la cloaca a la que la política migratoria de Grecia y Europa lleva condenando desde hace años a miles de personas.

Personas que huyen en busca de un mundo mejor y que no se explican lo que pasa. No entienden cómo han podido terminar en este infierno de basuras, ratas, alimañas, plásticos y olivos centenarios. Salieron de sus casas confiando su suerte a una cualquiera de las mafias que actúan con cantos de sirena. Pensaron que no sería, después de todo, difícil llegar hasta  Europa, pero no sabían que, desde hace años, Europa les condenaba mediante un acuerdo firmado con Turquía y Grecia. Europa olvidaba los derechos humanos y la fraternidad para con los no europeos. La gestora de la universalización de los derechos humanos convertía con aquel acuerdo lo universal en privilegio y hacia trizas su propia memoria y sus propios principios.

Hace años, este incendio que por unos días ha estremecido las conciencias, podía haberse evitado. Hoy, ya no. Pudo haber sido un acuerdo entre portadores de teas colocadas estratégicamente en cada punto cardinal del campo, pudo haber sido la llama de un cigarrillo que el viento lanza contra cualquiera de los plásticos sucios y gastados que, a modo de parches, tratan de tapar los rotos de las tiendas de campaña convertidas en viviendas sin agua, sin luz, con unas tablas de pallet como suelo cuando no la misma tierra. Dicen que pudo haber sido provocado por los propios refugiados, “causantes morales” los ha denominado el gobierno. O quizás no. Tal vez fue una forma rápida de acelerar el cumplimiento de los proyectos que el gobierno tiene preparados para los miles de refugiados que allí viven.  Proyectos concretados en leyes aprobadas el pasado invierno y que no son sino otras tantas estrategias para terminar con estos millares de personas a la espera de asilo. Entre dichas medidas figuraba el aislamiento en un campo cerrado, a modo de una gran cárcel a cielo abierto, y las deportaciones express y masivas de todo aquel que se apreciara no digno de serlo. Criterio generalmente unido al lugar de procedencia del demandante. Sin más. Sin considerar ni intentar siquiera un acercamiento a las causas individuales que puedan estar tras su huida y petición de asilo.

El inicio de la pandemia fue la excusa perfecta para firmar un contrato entre el Ministerio de Inmigración y Asilo y una empresa constructora por casi un millón de euros para el vallado del campo y la creación de “una estructura cerrada y controlada”. El fuego la ha hecho realidad.

El fuego fue tan solo el episodio que terminaba con años de miseria y vergüenza. La política xenófoba del gobierno griego, conjugada con una política europea que olvida sus principios de fraternidad valedora de la universalización de los derechos humanos, produjo un infierno de ratas, hambre y basura que ha sido el escenario en el que miles de personas han estado viviendo desde la firma del Tratado de Turquía hace ya cinco años.

La rica y democrática Europa, tratando de acallar su conciencia, entregaba una gran parte del presupuesto destinado a cooperación a terceros países sin mirar el grado de cumplimiento de los DDHH. El objetivo es su colaboración para evitar la entrada en Europa levantando muros y concertinas. El mar se convierte en otra barrera más.

El clímax comenzó a fraguarse tras los primeros contagios provocados por el virus pandémico, un virus que no perdona y que en cualquier momento haría acto de presencia en un espacio caracterizado por carecer de las mínimas condiciones higiénicas y sanitarias. Entre basuras, ratas, alimañas, hambre y plásticos, sin apenas puntos de agua, con letrinas y duchas compartidas por cientos de personas, el primer brote de la enfermedad podría en un muy corto espacio de tiempo provocar una auténtica tragedia. Las medidas más elementales de protección frente al virus, el uso de mascarillas, la desinfección de manos o su constante lavado y la separación mínima entre personas parecían bromas macabras.

Se desoyeron las voces que alertaban. Se miró hacia otro lado para no ver la cloaca en la que se hacinaban millares de seres humanos. Se hizo oídos sordos a las gargantas rotas de gritar evacuación. Porque la evacuación y no el cierre del campo era la única solución posible. En una carta emitida por varios científicos a la Comisión Europea y al Centro Europeo de Coordinación de Respuesta a Emergencias (CECRE) se alertaba de lo que pasaría si no se procedía a la evacuación inmediata del campo. El silencio continuó siendo la única respuesta. Y este se vio sustituido por amenazas crecientes de cierre. Como una vuelta de tuerca más, en tiempos de COVID, las autoridades griegas cerraron el único centro de aislamiento de la isla.

Mientras, el nerviosismo crecía entre esa legión de seres humanos profundamente indefensa. Muchos de ellos, familias con uno o varios hijos de corta edad. Con el nerviosismo ante una muerte anunciada, el miedo a una expulsión del país. El miedo permanente a una vuelta atrás si son deportados, expulsados del país donde se creyeron a salvo y vieron como el primer hito alcanzado persiguiendo una vida mejor libre de amenazas.

Tras los primeros contagios, el cierre. Tras el cierre, el fuego. Tras el fuego, el levantamiento rápido de otro campo. Casi al lado. No quieren entrar, pues saben que si entran no podrán salir. El gobierno, tras el primer contagio, vio llegada la hora del confinamiento definitivo. Saben que en este nuevo campo solo hay carpas a estrenar. Sin camas ni colchonetas, duermen en el suelo. La comida sigue llegando escasamente. Como en el Moria destruido, no hay agua ni luz ni escuela. Ni centro médico. Ni aislamiento posible.

El gobierno amenaza y fuerza la entrada. Funcionarios tratando de convencer cuando no amenazando con el arma más temible, la del proceso de asilo. Si no hay entrada, no habrá inicio o continuación de expediente.

Al principio se hacen fuertes, pero algunos empiezan a ceder. Es muy difícil dormir noche tras noche en el arcén de una carretera, esperando el amanecer en una cuneta.

La policía también usa métodos disuasorios. En los primeros días, botes de humo, gases lacrimógenos y porras trataron de acallar las voces de protesta e indignación que surgían de miles de gargantas. El viernes, los voluntarios que repartían comida se levantan con una nueva amenaza, con una nueva orden: se prohíbe el reparto de comida a los refugiados fuera del campo bajo una fuerte multa. Ni importa, saben que son muy pocos los que han entrado y saben que no es más que una vuelta de tuerca más para forzar la entrada. Seguirán burlando los controles policiales, no cederán al chantaje porque esta gente tiene que comer. Ni en la peor de las pesadillas cabe la negación de la comida.

Hay hambre en Lesvos. Hay miedo. Siempre lo ha habido y la extinción del fuego no ha conseguido apaciguarlo. Las presiones, las amenazas, se suceden. Cada día una nueva humillación. Europa tiene la palabra. Porque la única palabra posible es la vuelta al reconocimiento de los derechos humanos universales, lo que supone un cambio radical en la política que hasta ahora se ha estado aplicando. Es cuestión de voluntad. Europa no puede seguir alentando la muerte, lenta o rápida de miles de personas. Es cuestión también de dignidad. La historia no perdona.

El fuego ha roto la alianza vergonzosa entre las políticas migratorias griegas y el silencio cómplice de una Europa que levanta muros y concertinas. Europa no puede permitirse un segundo Moria.


Luz Modroño, colaboradora de La Mar de Onuba, es doctora en psicóloga y profesora de Historia en Secundaria. Pero es, sobre todo, feminista y activista social. Desde la presidencia del Centro Unesco Madrid y antes miembro de diversas organizaciones feministas, de Derechos Humanos y ecologistas (Amigos de la Tierras, Greenpeace) se ha posicionado siempre al lado de los y las que sufren, son perseguidos o víctimas de un mundo tremendamente injusto que no logra universalizar los derechos humanos. Y considera que mientras esto no sea así, no dejarán de ser privilegios. Es ésta una máxima que, tanto desde su actividad profesional como vital, ha marcado su manera de estar en el mundo.

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