Prometeo en Moria

por Luz Modroño

 

Escaparon del hambre, la persecución, la guerra o la miseria. Con una maleta medio llena de esperanza porque, con las prisas, poco más cabía en ellas. La travesía fue larga, llena de riesgos, perseguidos y amenazados. Las edades, todas. Muchos niños y muchas mujeres, algunas embarazadas, otras amamantando. Otras serían violadas en el camino.

Consiguieron atravesar caudalosos y amenazadores ríos o un mar oscuro y rugiente. Muchos se quedaron en el camino. En sus pueblos, en sus ciudades, quizás alguien se acuerde de ellos aunque no puedan llevar flores ni sepan dónde reposan sus huesos o si han sido pasto y alimento de otras especies.

Algunos consiguieron llegar, pero la maleta medio llena de una esperanza incierta no conseguía abrirse.

Fueron alojados en contenedores los que más suerte tuvieron. Cuando estos se acabaron, en tiendas de campaña cedidas por ONGs, colocadas sobre una tierra baldía hoy, antaño olivares mitológicos.

Hace frío en invierno, las ramas de ese anciano olivar sirven de leña con el que encender una hoguera o, sobre el suelo, preparar una comida escasa pero caliente. A veces, muchas veces, el fuego se extiende accidentalmente por el campo de refugiados. Moria, en Lesvos; Vathi en Samos; Chios; Kos… A veces, como el pasado marzo, se lleva entre sus llamas el cuerpo tierno y frágil de una pequeña criatura que apenas había empezado a vivir.

En la cuna de Europa, en la cuna de la democracia y ante su indiferencia de hoy, olvidando que la propia Europa fue antaño tierra de migración y refugio, olvidando su propio pasado, se hacinan miles de personas privadas de unos derechos humanos bautizados como universales cuando no son sino privilegios de unos pocos.

Miles de personas, triplicando o cuadruplicando la capacidad con la que fueron concebidos los campos, conviviendo en espacios sin ventilación, sin luz, sin agua, endebles paredes metálicas en el mejor de los casos y frágiles telas de tiendas de campaña rotas por el uso y el paso del tiempo, parcheadas con plásticos o cartones recogidos en cualquier basurero. Pasto de ratas y alimañas. Sistema sanitario inexistente, letrinas para cientos de personas que son limpiadas cuando buenamente se puede.

Basura. Paraíso de virus. Basura. Fuego fácil. Fuego que mata incontrolado. Fuego destructor, quizás utilizado como grito desesperado. Porque no aguantan. Porque los hijos y las hijas no tienen derecho a la escuela. Porque no hay comida o es tan escasa que no llega después de horas de espera para recibirla o su estado la hace incomestible. Y saben, porque son refugiados pero no ignorantes, que de Europa entra dinero. Dinero que no llega, que se evapora en un camino sin inspección.

Informes e investigaciones evidencian el daño irreversible en las mentes de estos niños que juegan entre ratas. Generaciones enteras perdidas. Por si algo faltara, la amenaza de deportaciones masivas, la negación del derecho de asilo sin respeto alguno al proceso de reclamación y al derecho de alegación aprobados en convecciones internacionales. Tea que va creciendo. Porque dignidad sí queda.

Y ocurrió. Ocurrió porque tenía que ocurrir. Porque era inevitable. Porque los milagros no existen. Porque no era razonable que si un virus desconocido y mortal está atacando al mundo rico, al mundo que disfruta de derechos, a ellos les perdonara.

Y surgieron los primeros brotes. Era inevitable y era esperado. A pesar de las voces de alarma que, desde que el virus empezó a atacar, se habían ido levantando cómo un grito saliendo sordo de miles de gargantas que no quieren ser indiferentes, que no quieren que en su nombre ocurra.

Se dio el primer caso. En pocos días se había doblado, triplicado, amenazando con una elevación al infinito. No hubo medidas preventivas y tampoco las va a haber curativas. Se les encierra. La respuesta del gobierno es cerrar el campo, bloquear la salida para que el virus no se extienda entre la población griega, porque el hacinamiento dentro hace imposible que en pocos días queden pocos cuerpos sin contaminar. Pero no hay prevista media alguna para impedirlo.

Cortar la entrada y la salida de los miles de personas que viven en espacios de hacinamiento, con mucho menos de un metro entre ellas, Es, puede ser, el inicio de un apocalipsis anunciado.

A los que comienzan a presentar síntomas se les encierra en una escuela abandonada. El virus sigue haciendo estragos y pasando con la rapidez del fuego de persona a persona. En muy pocos días son tiendas enteras las contagiadas. Y la cosa, desatada ya, no va a parar.

La única enfermería existente se inauguró hace un par de semanas, pero aún no funciona. No hay espacio alguno donde el aislamiento sea posible. Cómo única respuesta, el gobierno aísla el campo completo. Más de trece mil personas quedan atrapadas, a merced de un virus asesino cuyo contagio todo el mundo sabe ya que se produce por contacto. Y el contacto en este campo, que multiplica por cuatro su ocupación teórica, es de todo punto inevitable. Trece mil personas en un espacio pensado para tres mil. El gobierno pide auto aislamiento. Fuego defensivo.

Cunde rápido el miedo. Hay miedo al virus. Hay miedo al vecino. Hay miedo al contagio y a la muerte. Con el miedo crece la indignación. Con esta, la desesperación. Nadie puede entrar ni salir. Una ratonera de la que será muy difícil escapar. Una cárcel para inocentes con una maleta medio llena de esperanza agotada. Fuego libertador.

El convencimiento de una muerte próxima acelera el corazón e inspira. Se empiezan a oír rumores de fuego. El fuego purificador, salvador. Prometeo, el Titán burlón, ausente de miedo, robando de nuevo el fuego a los dioses y entregándolo a los humanos. Una vez más, quizás el fuego sea el único arma de esta gente desesperada, ahíta de desprecio y vejaciones.

El martes, los rumores aumentan. A media noche es ya un grito que sale de los cuatro costados. El campo más grande de Europa, el más repudiado, el más temido, arde.

El fuego se llevará por delante dependencias institucionales como la oficina de asilo (EASO), la clínica de Médicos Sin Fronteras… y las tiendas de años convertidas en viviendas son arrasadas. Fuego depurador. El fuego se extiende con prisa. Quizás queriendo borrar tantos años de humillación para estos miles de personas. Nada va quedando, pero el recuerdo no es fácil borrarlo.

La gente queda aislada en círculos de fuego. La policía pretende bloquear la salida del campo, pero no hay efectivos suficientes. Bloquea los principales accesos que dan a la carretera. Mientras, el fuego se extiende. Gases lacrimógenos, pelotas de goma, palos para contener la necesidad de supervivencia de unos seres humanos entrenados en sobrevivir. No es fácil contener a trece mil personas cuya única meta es seguir viviendo, que llegaron huyendo en búsqueda de vida. El caos se convierte en protagonista de la noche.

Al cabo de varias horas, la policía desaparece mientras el bosque que rodea el campo abre sus brazos para recibir a los que huyen. Miles de personas se dispersan mientras el caos se apodera de los sentidos. Muchos se pierden, mayores, mujeres con niños, mujeres embarazadas, algunas en silla de ruedas. La policía hostiga.

Perdidos, algunos se acercan al centro de Moria, población infectada de cruces gamadas y odio en la mirada, donde son atacados con piedras, palos, bates. Grupos de extrema derecha que se saben amparados por un gobierno poco amigo de las personas refugiadas, policía y fuego son ahora las fronteras que les impiden el paso.

Intentan cambiar el rumbo, dirigirse hacia Mitilini, la capital de Lesvos. La dispersión continúa. La carretera está libre de policías que no saben qué hacer. El olivar se quema. Las llamas cada vez más gigantescas refulgen en el negro cielo de la noche.

El cansancio se apodera de los que huyen. Sigue el avance, pero la policía corta la entrada a la ciudad. Un segundo bloqueo corta el paso aduciendo medidas de seguridad sanitaria. Grupos locales de extrema derecha amenazan y atacan. Mientras, algunos grupos de mujeres, niños, personas mayores se dirigen al puerto. La noche es oscura. Solo la luna se apiada iluminando el camino.

Se ha quemado todo. No hay comida, nadie sabe de dónde ni cómo saldrá la comida escasa y en malas condiciones que el catering oficial repartía. Lo más probable es que no haya. Tampoco hay agua. Ni jabón. Ni mascarillas o gel. Ni pañales. No hay nada, nada que no sea ella mismos y su persistencia por agarrarse a la vida.

Moria y Mitilini, el campo, la carretera, el puerto se van llenando de los expulsados. Lo han perdido todo excepto, de momento, la vida. No hay plan de emergencia alguno y los rumores no cesan. Nadie sabe qué va a pasar. Una pregunta que nadie formula ocupa la mente de todas las personas refugiadas que la pasada noche encontraron en el fuego quizás una esperanza de vida.

Ante la condena a muerte por un contagio seguro, el fuego ha sido un elemento de liberación a pesar de todo. La última carta. La última esperanza. Moria ha quedado arrasado. Nada queda en pie. Todo está calcinado. No es posible volver. Quizás haya llegado la hora en que Europa mire de frente a los ojos de estos miles de personas que llama a sus puertas pidiendo asilo y solo encuentran campos convertidos en cárceles y mares, en cementerios. Seres humanos que lo han perdido todo, que han convertido sus vidas en un grito permanente de auxilio.

Este incendio podría haberse evitado hace años. Ayer fue ya tan solo el broche final de una historia de la que Europa tendrá que dar cuenta.


Luz Modroño, colaboradora de La Mar de Onuba, es doctora en psicóloga y profesora de Historia en Secundaria. Pero es, sobre todo, feminista y activista social. Desde la presidencia del Centro Unesco Madrid y antes miembro de diversas organizaciones feministas, de Derechos Humanos y ecologistas (Amigos de la Tierras, Greenpeace) se ha posicionado siempre al lado de los y las que sufren, son perseguidos o víctimas de un mundo tremendamente injusto que no logra universalizar los derechos humanos. Y considera que mientras esto no sea así, no dejarán de ser privilegios. Es ésta una máxima que, tanto desde su actividad profesional como vital, ha marcado su manera de estar en el mundo.

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