‘Lo que Facebook te recuerda’, por Eduardo Flores

por Eduardo Flores

Jueves, 13 de marzo de 2024. Enciendes el ordenador y abres el procesador de texto o ese software para hojas de cálculo (guiño guiño) cara a lo que sea que se vaya a hacer y, casi de forma espasmódica, tocas ese botón. No lo has pensado, claro, pero ya es tarde: se despliega su interfaz, perturbadora en cierto modo, agresiva, perniciosa, infinitamente más invasiva que una laparoscopia. Has abierto Facebook.

Sería lo mismo al caso desde el celular, en la cola de la farmacia o sentado en el inodoro. Tu teléfono también tiene ese botón.

Sea como sea, al infierno se entra casi por cualquier parte. Eso sí, nos hicimos voluntarios el mismo día que accedimos a registrarnos, pusimos empeño, quisimos estar ahí.

La película es que hemos abierto Facebook y este nos anuncia que tiene un recuerdo para ti de hace uno, cinco o diez años. Paren máquinas. Miramos a través del cristal de la ventana: el viento silba y mueve de pronto un puñado de hojas secas. Una vez más la voluntad se enfrenta a la tentación. ¿Cuántas vidas caben en uno, cinco o diez años? ¿cuántas quisiste haber vivido? ¿por qué he encendido el ordenador?

Ahora que ya no revelamos carretes ni se estilan los álbumes de fotos ni las cajas de zapatos contienen lo que alguna vez guardamos porque nos fue valioso, ahora que el tiempo ya no pasa como antes, ahora que fotografiamos la hamburguesa del sábado por la noche, ahora, lo valioso, o lo no ya tanto porque la vida y porque sí, bien puede resultar una trampa para el alma.

Ante el dilema de traer del pasado aquello que Facebook tan celosamente nos ha guardado surge el temor. Porque nada o casi nada de lo que Facebook nos va a recordar, en principio, es un momento infeliz. Pero se trata de una captura las más de las veces inopinada. Cuando el carrete pesaba su valor en moneda la imagen era, a su vez, un bien que al bien servía. Y su proyección melancólica en el presente futuro, si un daño no propiciaba su justa destrucción, albergaba un origen de alegría.

Lo que inmortalizamos hace diez años (o cinco o uno) y decidimos hacer público en el universo digital y que ahora, de alguna manera, nos amenaza, bien puede dibujarnos una sonrisa o accionar los resortes de la caja de Pandora. No lo abres de inmediato. Porque si es cierto que la máquina tiene memoria suficiente para conservar ese instante, el bicho humano, no es que no posea esa capacidad de memoria, sino que no está preparado para ello.

Así nos vemos ahora, la ventana con su cristal al lado y el viento removiendo hojas secas, ante el abismo que dejamos atrás y al que permanecemos unidos por un rastro que nunca supimos, porque no quisimos, que habíamos dejado, perdurable por encima de nuestras posibilidades.

Dice Richard Ford, en voz de su personaje Frank Bascombe, en su novela El periodista deportivo, que “lo que todos queremos en realidad es llegar a ese punto en el que el pasado ya no nos diga nada acerca de nosotros mismos y podamos seguir adelante”.

Por lo que, en esta ocasión, voy a poder esquivar la tentación. Sea lo que sea, no quiero saber nada de ese incógnito recuerdo.

Eduardo Flores, colaborador habitual de La Mar de Onuba, nació en la batalla de Troya. Es sindicalista y escritor. En su haber cuentan los títulos Una ciudad en la que nunca llueve (Ediciones Mayi, 2013), Villa en Fort-Liberté (Editorial DALYA, 2017) y Lejos y nunca (Editorial DALYA, 2018).

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