Por qué el delito de sedición es algo anacrónico

Edificio del Tribunal Supremo en Madrid (España). Wangkun Jia / Shutterstock
por Nicolás García Rivas

 

Viernes, 11 de noviembre de 2022. Jamás pudo imaginar cualquier penalista español del siglo XX que en el siglo XXI el delito de sedición iba a protagonizar una batalla política como la que ahora se libra en torno a él. Desde la promulgación de la Constitución democrática no existen prácticamente sentencias que condenen por sedición y las pocas que existen –citadas a lo largo del proceso penal contra los independentistas catalanes– demuestran con claridad su propia obsolescencia.

En efecto, bajo esa denominación se castiga a quienes se alzan tumultuariamente “para impedir, por la fuerza o fuera de las vías legales, la aplicación de las leyes o a cualquier autoridad, corporación oficial o funcionario público, el legítimo ejercicio de sus funciones o el cumplimiento de sus acuerdos, o de las resoluciones administrativas o judiciales”.

¿Qué precedentes judiciales hay en estos 40 años? Apenas un par de sentencias que condenan pequeñísimos levantamientos populares en algunos pueblos de España contra un desahucio (1979) o contra la distribución de agua de riego (1991).

¿Qué tiene esto que ver con el proceso político independentista catalán? Nada, evidentemente; y, sin embargo, el Tribunal Supremo les condenó por este delito.

No hay prueba más palpable de que nos encontramos ante una norma legal con un radio de acción tan elástico que contradice abiertamente una de las garantías constitucionales básicas: la taxatividad de la ley penal. Los ciudadanos tienen derecho a prever las consecuencias de sus actos sin temor a la intervención punitiva del Estado, como reiteradamente ha dicho el Tribunal Constitucional español y el Europeo de Derechos Humanos de Estrasburgo.

La desproporcionalidad del castigo

La seguridad jurídica está en juego. Si además se castiga esa conducta tan poco concreta con penas que alcanzan los 15 años de prisión, la proporcionalidad de la ley penal brilla absolutamente por su ausencia. Solo por ello ya merecería la sedición ser borrada de un plumazo de nuestro Código Penal. Pero hay más, mucho más.

En primer lugar, la Constitución española garantiza el derecho a manifestarse pacíficamente y sin armas. Pero el tenor literal de ese artículo del Código Penal parece contradecir dicha garantía porque sirve para castigar incluso meras manifestaciones de cierta entidad en las que los ciudadanos ejerzan su legítimo derecho a la protesta, porque en esas reuniones de multitud de personas puede obstruirse o dificultar la tarea de los agentes de la autoridad, que no dejan de representar en muchos casos aquello contra lo que se protesta.

Pero ese tipo de acciones se consideran propias de un Estado democrático en la jurisprudencia del Tribunal Constitucional español y del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, que creó una teoría perfectamente aplicable a casos así, denominada “doctrina del efecto desaliento”, aplicable siempre que un Estado establece cortapisas legales al ejercicio legítimo de los derechos fundamentales, principalmente a los de reunión y manifestación.

Este derecho, ligado a la libertad de expresión (porque no deja de ser una forma de ejercerlo), debe ser protegido por el Estado y no vulnerado por él directa o indirectamente.

Y volviendo a lo sucedido en Cataluña hace cinco años, las 40 000 personas que se manifestaron en la Gran Vía de Barcelona contra la intervención de la policía española lo hicieron para protestar por dicha intervención, no para impedir el ejercicio de la autoridad. Sin embargo, el Tribunal Supremo condenó a los políticos independentistas porque –según dijo en su sentencia– alentaron dicha protesta y con ello trataron de impedir el registro en la Consejería de Economía, un auténtico despropósito jurídico-penal que buscó una argucia para condenar por sedición lo que de ningún modo constituía rebelión, delito por el que les acusaba la Fiscalía y la acusación particular ejercida por Vox.

El delito de las dictaduras

En segundo lugar, la sedición tiene el dudoso honor de haberse convertido a lo largo de la historia en el delito escogido por las dictaduras españolas para castigar la huelga obrera. En la de Primo de Rivera, el Código Penal de 1928 pasó a incluir la huelga como supuesto de sedición, aunque la Fiscalía General del Estado ya había calificado como tal determinadas huelgas denominadas “revolucionarias” por el simple hecho de tener un tinte político. Posteriormente, durante el franquismo, la huelga sediciosa se convirtió en un ariete contra las legítimas aspiraciones de la clase obrera.

El Código Penal de 1944, surgido al calor de la represalia franquista, decía toscamente en su artículo 222: “Serán castigados como reos de sedición…las huelgas de obreros” (sic), como si “las huelgas” pudieran ser los sujetos activos del delito.

Al llegar la democracia, un Real Decreto de 1977 corrigió ligeramente ese precepto para castigar “solo” las huelgas que atentasen contra la seguridad interior del Estado. Precepto que el Tribunal Constitucional no llegó a derogar taxativamente en su famosa sentencia sobre el derecho de huelga (Sentencia 11/1981, de 8 de abril), pero dejó su aplicación tan limitada que prácticamente sobrevivió en estado de muerte vegetativa hasta la promulgación del Código Penal de 1995, que certificó su defunción.

Son razones suficientes para derogar este delito, que ha servido como un cajón de sastre para castigar pequeños movimientos vecinales, huelgas obreras y, ahora, el movimiento independentista pacífico catalán. La calidad legislativa de la democracia así lo aconseja.

Orden público y sedición

¿Quedaría desprotegido el orden público si se deroga la sedición? En absoluto. El Código Penal español contiene normas protectoras del mismo en un grado incluso exagerado, sobre todo a partir de la reforma de 2015, auspiciada por el Partido Popular en solitario, al contar con la mayoría absoluta del Congreso de los Diputados.

Esa reforma de la legislación penal limita demasiado el derecho de reunión y manifestación. Veámoslo: el artículo 577 del Código Penal castiga a “quienes actuando en grupo o individualmente pero amparados en él, alteraren la paz pública ejecutando actos de violencia sobre las personas o sobre las cosas, o amenazando a otros con llevarlos a cabo”, conminándoles con una pena de 6 meses a 3 años de prisión.

Por si fuera poco, se castiga con la misma pena “a quienes actuaren sobre el grupo o sus individuos incitándoles a realizar las acciones descritas… o reforzando su disposición a llevarlas a cabo”. Esa pena se duplica por el simple hecho de llevarse a cabo en una manifestación o con ocasión de ella, lo que sirve para confundir ambos fenómenos y crear una atmósfera de intimidación sobre los que ejerzan su legítimo derecho. Por lo demás, basta con que alguien porte un instrumento peligroso o un arma simulada para que la pena máxima se eleve hasta los 6 años de prisión.

Muchas personas han criticado abiertamente esta regulación de los desórdenes públicos porque procuran una protección arbitraria del orden público, máxime en momentos de grave conflicto social. Sería conveniente por ello que también fueran reformados estos delitos para reducir su radio de acción y que no generen –a su vez– el efecto desaliento que ya he mencionado en relación con la sedición.

Nicolás García Rivas, Catedrático de Derecho penal, Universidad de Castilla-La Mancha

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